Una de las recomendaciones más olvidadas de la doctrina social católica (si es que en esta época desalmada y demagógica se recuerda alguna) es la que aconseja la participación de los trabajadores en los beneficios de las empresas. Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno, lo expresa sin ambages: «Sería más conforme con las actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato de sociedad […]. De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio o en la administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos». También Pío XII se expresó en la misma línea, señalando en el mensaje que dirigió en 1951 a los trabajadores españoles que se debe fomentar «todo aquello que, dentro de lo que permiten las circunstancias, tienda a introducir elementos del contrato de sociedad en el contrato de trabajo». Posteriormente, la infiltración de chiringuitos plutocráticos en el seno de la Iglesia oscurecería los pronunciamientos diáfanos realizados por aquellos Papas preconciliares, a quienes nuestra época idiotizada pinta de retrógrados.

 

Desde luego, aquellos Papas preconciliares no defendían la colectivización de la empresa ni nada parecido. Simplemente, recomendaban que, con tiento y prudencia, el contrato de trabajo se atemperase con el contrato de sociedad. De esta manera, el trabajador siente que su trabajo es tan importante como la aportación del capital; y, consecuentemente, arrima el hombro y se sacrifica para que la empresa prospere. ¿Acaso hay algo más natural que hacer partícipe de la prosperidad a quien se ha sacrificado y arrimado el hombro por alcanzarla? En realidad, aquella recomendación de los Papas preconciliares revela que eran unos profundos conocedores de la naturaleza humana. No hay persona más feliz que la que trabaja con amor, poniendo todas sus facultades en el esfuerzo diario. Y no hay trabajo más gustoso y hecho con amor que aquél de cuyos frutos podemos disfrutar. Exactamente lo contrario ha hecho el capitalismo, que ha desnaturalizado por completo el trabajo, convirtiéndolo en un instrumento al servicio de la producción. Así, el trabajo ha dejado de ser gustoso, ha dejado de estar hecho con amor, para reducirse a la condición de medio para satisfacer necesidades básicas.

 

Pero esta desnaturalización del trabajo condena a las empresas al fracaso, más pronto que tarde. Pues, una vez que el trabajo deja de estar hecho con amor, acaba convertido en actividad que el trabajador hace cada vez con mayor desgana y desapego, con mayor repugnancia espiritual. Tal vez el trabajador siga trabajando por subvenir sus necesidades, pero su trabajo será cada vez más mecánico, más desangelado, más desposeído de esa vibración que toda persona entregada insufla a la obra salida de sus manos; y, por supuesto, será un trabajo que se conformará con ‘cumplir con el expediente’, porque para entonces el trabajador odiará íntimamente a su empresa. Y toda empresa en la que trabajan personas que no la sienten como propia y llegan a aborrecerla es una empresa condenada al fracaso.

 

El trabajador necesita amar y sentirse ligado a su trabajo. Cuando deja de mirar con gusto el trabajo que sale de sus manos, cuando el trabajo se convierte en una actividad rutinaria o fastidiosa, el trabajador tiende a trabajar sin esmero; y, por supuesto, acaba desinteresándose de la empresa en la que trabaja, acaba mirándola como un objeto extraño cuyas vicisitudes se le antojan ajenas (y puede llegar a regocijarse con los contratiempos que padezca, incluso a favorecer su surgimiento). Porque el trabajo, cuando no es gustoso, introduce una quiebra muy profunda en nuestro ser; y esa quiebra acaba arruinando a la empresa. Hay un pasaje en El principito que expresa maravillosamente esta idea. El protagonista de esta hermosa historia no puede amar las rosas que no ha cultivado; porque la única forma de amor auténtico consiste en dedicarnos en cuerpo y alma, con paciencia y tesón, al objeto de nuestro amor. Sólo amamos el trabajo en el que nos sentimos concernidos; sólo nos implicamos en las empresas que sentimos como propias, las empresas que no nos hacen sentir prescindibles. De ahí que aquellos Papas preconciliares tan retrógrados aconsejaran que los trabajadores participaran en el destino de sus empresas. Eran, sin duda, hombres que sabían mucho más de la naturaleza humana que esos empresarios ofuscados por el afán de lucro que pretenden obtener beneficios sirviéndose de un trabajo hecho sin amor. Sólo el trabajo hecho con amor puede salvar una empresa. Lo demás es lucro para hoy y quiebra para mañana.

 

 

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