Porque somos libres, podemos cambiar muchas cosas. Porque no somos omnipotentes, no podemos cambiarlo todo.

Podemos cambiar el orden de los libros en el estante, o el horario que seguiremos durante el día, o la redacción de un mensaje, o la dieta.

No podemos cambiar la fuerza con la que el sol brille en este día, ni lo que decidan otras personas sobre las que no tenemos ninguna posibilidad de influir.

La realidad se encuentra ante nosotros como modificable, en una parte relativamente pequeña, y como inalterable, en su mayor parte.

Reconocer esto no implica caer en un extraño fatalismo, como quien ve las situaciones como algo inmodificable, ni con fanatismo, como quien se arroja a cambiarlo todo a costa de crear daños incalculables.

En cambio, sí podemos evaluar cada una de nuestras acciones para orientarlas, de la mejor manera posible, hacia la búsqueda de bienes que están al alcance de nuestra libertad.

Desde luego, ni siquiera la prudencia más completa será suficiente para controlar completamente las consecuencias previsibles e imprevisibles de nuestras acciones, pero ello no debe llevarnos a cruzarnos de brazos y no hacer nada.

Hay muchos aspectos de la realidad que escapan a nuestro control, mientras que otros aspectos empiezan a cambiar hacia lo mejor gracias a personas buenas y, sobre todo, a la providencia de Dios, que encauza sorprendentemente la historia humana.

Robert Spaemann, en el último capítulo de su obra Ética. Cuestiones fundamentales, explicaba esto al contraponer la actitud serena de quien decide desde una voluntad buena, a la actitud de quienes viven bajo dos posibles desviaciones: el fanatismo y el cinismo.

En las palabras de Spaemann, al buscar el bien, actuamos según “la confianza en que el bien lleva al bien, al menos en general y a largo plazo. Solamente entonces tiene sentido la acción buena; solamente así no se destruye su sentido inmanente con la marcha del mundo. Pero solo podemos creer esto si creemos a la vez que mal no consigue imponerse; que es el bien quien se impone, ya que de otro modo quedaría definitivamente frustrada toda buena intención. La fe en Dios incluye por eso la idea de que las malas intenciones deben trocarse a la larga en su contrario y colaborar al bien”.

Luego añadía: “La persona serena actúa con firmeza, pero ha aceptado la marcha de las cosas, que posibilita a la vez su actividad y su posible fracaso, ya que sabe que no es por él y por su actividad por lo que el sentido penetra en el mundo”.

Comprender esto nos permite vivir serenos ante la realidad, tomar decisiones a veces valientes, pero siempre con una confianza que nace de la certeza de que Dios existe, vela por el bien de cada uno de sus hijos, y dirige la historia de modos inesperados y sorprendentes...

 


(Los textos aquí reproducidos proceden de esta obra: Robert Spaemann, Ética. Cuestiones fundamentales, EUNSA, Pamplona 2007, capítulo VIII).

 

 

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