Durante estas últimas semanas han tenido un protagonismo especial dos cavidades o receptáculos de aspecto muy diverso: una futurista y rutilante, muy cómodamente tapizada; la otra antiquísima y lóbrega, muy ásperamente pedregosa. Y lo que esas dos cavidades nos ofrecen es tan antitético como su aspecto.
La primera de estas cavidades nos la brinda Sarco, una cápsula de formas fálicas que, según su fabricante, ofrece «la opción de una muerte pacífica, electiva y legal en un ambiente elegante y con estilo». Se trata, en fin, de una máquina para suicidas, de diseño muy molón, que al presionar una tecla se inunda de nitrógeno líquido, para que el usuario «se sienta ligeramente borracho» antes de morir. Sarco se convierte así en la estación final de la autodeterminación, que promete endiosar al hombre y le concede instrumentos jurídicos para deshacerse de todo cuanto lo ‘limita’ o ‘coarta’, exaltando sus pasiones más torpes y sus ambiciones más egoístas, en aras de alcanzar una individualidad soberana, autónoma, independiente de todo, incluso de sí misma. Esta autodeterminación nos concede el derecho a liberarnos de los vínculos familiares, nos concede el derecho a liberarnos de la vida gestante que portamos en nuestras entrañas, nos concede el derecho a liberarnos de nuestro propio cuerpo, haciendo realidad nuestras fantasías penevulvares más aberrantes. ¿Cómo no iba a concedernos el derecho a liberarnos de nuestra propia vida? La autodeterminación nos lleva de la mano a través de una vida de placeres fatuos, haciéndonos creer que somos dioses; y cuando estamos cercados por el dolor nos lleva de la mano hasta la cómoda cavidad de la máquina Sarco, haciéndonos creer que somos gusanos que merecen ser suprimidos (pero en un ambiente elegante y con estilo). Así, la autodeterminación, que empieza mostrándose como un apetito de vitalismo, acaba mostrándose como un apetito de muerte. Pero quien desea suprimirse, por suprimir su sufrimiento, es alguien que ha perdido las ganas de vivir; pues, como nos enseña Castellani, «ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente cree firme que un día acabará el sufrir y que todo va a acabar en bien. La cualidad de infinito comunicada al dolor proviene de una disposición de ánimo llamada desesperación».
Esa otra cavidad, en Belén,
no es una estación final para la desesperación,
sino una rampa de salida para la esperanza.
Y, frente a la cómoda cavidad que nos ofrece la máquina llamada Sarco, nos hallamos con la pedregosa y lóbrega cavidad que nos ofrece la cueva de Belén. En esa cavidad no ocurre una muerte, sino un nacimiento; no es una estación final para la desesperación, sino una rampa de salida para la esperanza. En esa cueva áspera se produce un trastorno del universo: un Dios invulnerable asume la vulnerabilidad de nuestra condición humana, la fragilidad propia de la carne asediada por el sufrimiento (y lo hace, además, hasta las últimas consecuencias); un Dios omnipotente y omnímodo asume las limitaciones propias de la libertad humana, que no es ‘autodeterminada’, como pretende nuestra época, sino determinada por la verdad de las cosas. En esa cavidad de la cueva de Belén, nos aguarda una lección de humildad asombrosa que es un trastorno del universo: la grandeza inabarcable de Dios se torna la fragilidad de un niño recién nacido que gimotea y se amamanta a los pechos de su Madre. Omnipotencia y desvalimiento, divinidad y fragilidad, que hasta entonces eran conceptos antípodas, se anudan, formando una amalgama desafiante. Al Niño que gimotea y se amamanta a los pechos de su Madre le aguardan los sufrimientos más ímprobos; pero sabe que esos sufrimientos son el camino más seguro para la gloria. La autodeterminación nos hace creer que somos dioses mientras estamos sanos para decirnos después que somos gusanos; ese Niño de Belén, por el contrario, nos enseña a aceptar humildemente nuestras limitaciones y nos recuerda que nuestro cuerpo maltrecho será semilla de resurrección. Nos enseña y nos recuerda que, si bien la muerte es un ladrón presto siempre a lanzar su zarpazo, hay un territorio donde ese ladrón no tiene jurisdicción, donde florece una vida nueva bajo el sol de la eternidad. Nos enseña y nos recuerda que nuestro cuerpo, tan acechado por los padecimientos, guarda una semilla de divinidad que está a punto de germinar. Nos enseña y nos recuerda que nuestro cuerpo lleno de arrugas y michelines, cólicos del riñón y deficiencias respiratorias, humores malolientes, secreciones y excrementos; nuestro cuerpo que se lastima y se duele, que enferma y se muere y se pudre, ha sido, sin embargo, elegido como recipiente de nuestra gloria.