Dios es el Santo, y es fuente de toda santidad. Cuando recordamos a los diferentes santos del calendario, y a los que todavía no están en las “listas oficiales” pero ya gozan del cielo, alabamos a Dios, que es bueno, que perdona, que rescata, y que nos ha santificado en su Hijo.

Los santos constituyen una multitud inmensa, incontable. Algunos están presentes en nuestros corazones, como esos “santos de la puerta de al lado” de los que habla el Papa Francisco en su exhortación Gaudete et exsultate.

Seguramente cada uno de nosotros puede recordar a algunos de esos santos sencillos, cercanos: un abuelo o una abuela, un tío, un amigo, un catequista, una religiosa, un párroco...

Son santos porque han acogido a Cristo y sus bienaventuranzas. Son santos porque han buscado imitar al Maestro manso y humilde. Son santos porque nos muestran que la santidad es posible a todos, y que hay muchos caminos para alcanzarla.

Cada vez que en el Calendario de la Iglesia recordamos a beatos y a santos, estamos celebrando a Dios, esa Luz que contemplan millones de redimidos de todos los tiempos, edades y lugares.

También nosotros esperamos, con la gracia de Cristo, poder llegar un día a la Jerusalén celeste. Nos uniremos entonces a millones y millones de santos para alabar, como podemos hacerlo ya ahora en cada celebración de la Eucaristía, al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo, que nos ha elegido para ser “santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,4).

 

 

 

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