La catequesis llevaba ya unos meses en marcha cuando conocimos a María. Apenas comenzamos a hablar, nos contó sobre su hijo Óscar y sobre su síndrome de Asperger. No había escuchado jamás esa palabra y no podía ni imaginar lo que significaba. Que me explicaran que es un «Trastorno del Espectro del Autismo» no me ayudó a comprender mucho más. Leí más tarde que los expertos lo describen como «un modo de ser» que no supone retraso cognitivo, «una condición neurodiversa» con la que se nace y que solo se empieza a notar a medida que el niño crece, con síntomas que se manifiestan de forma diferente según su sexo y personalidad: interpretación literal, ingenuidad social, procesamiento y uso deficitario de la expresión no verbal y postural, problemas de planificación, baja tolerancia a los cambios inesperados, dificultades para hacer amistad…
Cuando aparecieron los primeros síntomas de Óscar, comenzaron también las visitas al médico. Hasta que llegó el diagnóstico. Fue un mazazo para María. ¿Cómo sería el futuro de su hijo? ¿Cómo evolucionaría ese desconocido «síndrome de Asperger»? Pero lo que no se esperaba era la reacción del padre de Óscar, que abandonó a la familia porque no estaba dispuesto a «cargar» con un niño enfermo. Fueron momentos muy difíciles, pero, gracias a Dios, María no se arredró. Trabajaba mucho para sacar adelante a su hijo con dignidad y sin perder la alegría. Cuando veo mujeres como esta, no puedo evitar pensar que el Cielo debe estar lleno de madres generosas y abnegadas.
Pero en ese momento, al comenzar el nuevo curso, María había sufrido una nueva decepción. Su hijo había cumplido siete años y, aunque ella no tenía una gran formación religiosa, sí quería que hiciera la Primera Comunión. Acudió a su parroquia, pero el coordinador de catequesis le comunicó que no estaban preparados para atender el problema de Óscar. Le dolió en el alma ver las puertas de la casa de Dios cerrarse ante su hijo, pero como no tenía mucha formación, ni mucha vida parroquial, no se le ocurrió que podía llamar a otra puerta, es decir, acudir a otra parroquia. Se resignó a su suerte. Hasta ese día en que el Señor le había salido al encuentro a través de una conversación aparentemente casual con esas religiosas que acababa de conocer.
Ese mismo día hablamos con nuestros catequistas. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento hacia ellos porque, con su generosidad, permitieron que ese mismo viernes Óscar comenzara su preparación para la Primera Comunión. Recuerdo aún verle entrar por primera vez a la capilla para el momento de oración con el que concluía la catequesis. Su catequista le enseñó a hacer la genuflexión ante el Sagrario. Los aspérgeres suelen arrastrar una cierta torpeza motora que envolvía en una especial ternura el gesto de adoración del pequeño.
Unos domingos más tarde, al entrar en el templo parroquial para la misa del domingo, vi a la madre de Óscar sentada en uno de los últimos bancos. Al acercarme a saludarla, me acogió con una sonrisa inmensa. Le pregunté qué tal estaba y me respondió: «Hermana, estoy tan contenta que no hago más que decirle a todo el mundo que hemos encontrado una parroquia sencilla a nivel material, pero llena de amor». Reconozco que me emocioné. Mientras me alejaba de ella, pensaba cuando San Juan Pablo II nos pidió «no solo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ver”» al mundo (cfr. Novo Millenio Ineunte 16). Al fin y al cabo, ese es el servicio irrenunciable que debe hacer la Iglesia al mundo, a pesar de todas sus fragilidades: «Reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer su rostro» (Novo Millenio Ineunte 16). Esta mujer pudo ver «el rostro de Cristo» en el cariño con el que esa sencilla parroquia acogió a su hijo. Y estoy segura de que no lo va a olvidar jamás.
No escribo estas líneas con la intención de presumir de nada ni de juzgar a nadie. Entiendo que, en esta situación concreta, el desconocimiento de lo que es el síndrome de Asperger pudo hacer que los catequistas de la otra parroquia se sintieran desbordados e incapaces de asumir la responsabilidad. Pero sí que hago una llamada de atención a todos a no cerrar la puerta a nadie, a acoger a cada niño como si fuera el único niño y a buscar soluciones para cada persona, porque cada uno de ellos «ha sido rescatado a precio de la sangre de Cristo» (cfr. I Pe 1, 18-19). También un niño, con la discapacidad que tenga, tiene derecho a saber que Dios le ama y ser ayudado a comprender el sufrimiento como su particular camino de santidad. Y para eso necesita una formación religiosa adaptada a su capacidad.
Es cierto que, en muchas ocasiones, las parroquias se encuentran con falta de catequistas formados y competentes. Por eso hago una llamada a que seamos generosos con lo que nuestras parroquias necesiten de nosotros, porque «la mies es mucha, y los trabajadores pocos» (Lc 10, 2) y todos debemos arrimar el hombro en esta hora crucial de la historia de la Iglesia.