Me cuentan que en el estado de Utah se ha prohibido leer la Biblia en clase, por incluir contenidos «violentos o sexuales», después de que un padre pidiese la aplicación de una ley que prohíbe los «libros pornográficos e indecentes» en las escuelas.

 

¿Qué es eso de ‘leer la Biblia’? Nadie en su sano juicio lee la Biblia a palo seco y de corrido, como se lee el Quijote. La Biblia no es un libro, sino –como nos indica la etimología de la palabra– un conjunto de ‘libritos’ (setenta y dos, en el canon católico), que se remiten unos a otros y que abarcan la completa historia –pasado, presente y futuro– de la Salvación. Y entre esos ‘libritos’ los hay hermosísimos –pienso en el Cantar de los Cantares– y los hay que son un coñazo tremendo, como el Deuteronomio. En realidad, puede decirse sin exageración que casi todos los ‘libritos’ contenidos en la Biblia resultan inhóspitos para cualquier persona que los aborde sin la guía debida (y algunos, como el Apocalipsis, ininteligibles). A mayores, alguno de estos ‘libritos’ puede contener en efecto pasajes de bestial violencia (David exultante, mientras retaja prepucios de filisteos fiambres) o de cruda obscenidad (Lot encamándose con sus hijas); pero, naturalmente, esto son peccata minuta en los que sólo reparan los necios sugestionables o puritanos que no entienden el resto.

 

Ponerse a leer un conjunto de ‘libritos’ tan misceláneos a la buena (o mala) de Dios es, en efecto, necedad manifiesta. Nunca, hasta la Reforma, los cristianos hicieron esta lectura bulímica e indiscriminada de la Biblia; pues eran épocas en las que triunfaban el sentido común y la sindéresis. Veían y palpaban la Biblia, en los bellísimos frescos que engalanaban las paredes de las Iglesias, que eran una catequesis radiante; y escuchaban fragmentos selectos –fundamentalmente del Nuevo Testamento– en la misa y demás celebraciones comunitarias. De ahí que entre los católicos el Antiguo Testamento haya tenido siempre una influencia exigua (al menos hasta que los sabiondillos vaticanosegundones se pusieron pelmas con el mamoneo ‘judeo-cristiano’), fuera de algunas ‘historias ejemplares’ de sus principales personajes. Incluso después de la Reforma, la Iglesia recordó siempre a los fieles que debían vivir según la moral del Nuevo Testamento y no según la del Antiguo, con expresiones tan crudas como la que proclama el Concilio de Trento: «Praecepta Veteri Testamenti sunt mortua et mortifera». Por supuesto, los libros del Antiguo Testamento contienen una parte de la Revelación; pero han sido superados por las palabras vivientes de Dios, que se ha paseado por la Tierra en carne y hueso.

 

Lutero vendría a destruir este reinado del sentido común, convirtiendo la Biblia en un instrumento de la ‘autonomía individual’, haciendo que cualquier zoquete, con su ejemplar de la Biblia en la mano, se creyera el rey del mambo. El principio de la sola Escriptura significa dos cosas delirantes: que sólo se ha de creer lo que dice la Biblia, prescindiendo de la Tradición; y que cada quisque puede interpretarla como le pete (principio del ‘libre examen’), pues el Espíritu Santo lo ilumina. Inevitablemente, como escribió el gran Leonardo Castellani con su habitual gracejo, «desde que Lutero aseguró a cada lector de la Biblia la asistencia del Espíritu Santo, esta persona de la Santísima Trinidad empezó a decir unas macanas espantosas».

 

Así, macaneando, macaneando, la gente se puso a leer los libros más áridos y abstrusos de la Biblia, deseosa de hallar en tal o cual versículo, directrices para su conducta con los resultados previsibles: desconcierto, interpretaciones turulatas, regodeo guarrindongo, profetismo delirante, etcétera. Así, el libre examen luterano desató la enfermedad de la inteligencia denominada diletantismo, que luego ha contagiado, por proceso virulento de metástasis, toda la cultura occidental; primeramente, con los ropajes del fatuo endiosamiento intelectual; por último, con los harapos lastimosos del deseo de saber sin estudiar y la soberbia de la ignorancia, hasta despelotarse en nuestra época, con la descomposición de la racionalidad. Los cristianos de los primeros siglos no leían la Biblia por humildad, a veces ‘obligada’ (muchos no sabían leer), a veces ‘voluntaria’ (por reconocimiento de la autoridad de los doctos); los analfabetos funcionales de nuestra época, incapaces de entenderla, prohíben su lectura porque les escandalizan sus pasajes violentos u obscenos, que son los únicos en que reparan sus mentes atrofiadas.

 

Reconozco a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan que me regocija este desenlace fatídico de la sola Escriptura luterana. En el pecado de soberbia llevan la penitencia ‘ultraconservadora’ o ‘woke’ (que para el caso es la misma).

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