Freud es el descubridor del psicoanálisis, método de investigación para descubrir las enfermedades nerviosas y también técnica terapéutica para curarlas.
El psicoanálisis puede ayudarnos a curarnos de los componentes neuróticos que pueden darse en la experiencia religiosa. No es difícil que elementos supersticiosos se mezclen con la experiencia religiosa a la que Freud acusa de confundirse con el mito, la idolatría y la magia. Está claro que si logramos eliminar los elementos que estorban tendremos una concepción más auténtica y una vivencia más pura de la Religión, ya que nos acercamos más al verdadero Dios, al eliminar los elementos deformadores.
Para Freud la religión es una etapa a superar en una civilización científica. Hubo primero un estadio mágico, luego uno religioso, finalmente un estadio científico, que es en el que nos encontramos hoy. Lo religioso es por tanto algo superado, que ha tenido una expresión mítica.
El creyente en cambio piensa que la Biblia, que es Palabra de Dios, no es una Palabra directa de Él, sino indirecta. Es decir, cuando Dios habla al hombre, le habla indirectamente, a través de otros hombres y por tanto con y en el lenguaje de los hombres. Nuestra fe nos dice que aunque el que habla es un hombre, es Dios quien habla a través de esa palabra humana.
Cuando se nos habla de géneros literarios en la Biblia se nos dice precisamente esto: la Biblia expresa la vivencia religiosa de unos hombres y el creyente puede a través de esas vivencias inducir la Palabra de Dios. Es necesario para ello un esfuerzo de desmitologización, es decir no considerar los mitos como un simple cuento o fábula, sino aprender a distinguir la verdad religiosa en cuanto tal de las formas literarias que la recubren.
Para Freud no es que Dios nos crea a su imagen y semejanza, sino que somos nosotros los que creamos a Dios a nuestra imagen y semejanza.
Hay en ello algo cierto: expresamos a Dios en imágenes y palabras y ninguna imagen o formulación humana expresa adecuadamente al Dios verdadero; nuestras imágenes son incompletas e inadecuadas y en parte deforman y ocultan al verdadero Dios. Por ello o nuestra creencia se dirige a ese Dios oculto a quien no vemos ni podemos comprender totalmente, o se dirige a un Dios al que comprendemos y expresamos, con el peligro de hacer de Él un ídolo. Esta es la razón por la que en el Antiguo Testamento prohibía hacer imágenes de Dios, a fin de evitar el riesgo de idolatría y que no adoremos a una imagen, sino a lo que hay detrás de esa imagen.
El aspecto mágico supone pensar que Dios está en este mundo como una fuerza directa que envía la enfermedad, la suerte o el buen tiempo. La verdadera religiosidad está convencida que Dios actúa en el mundo indirectamente, a través de las causas segundas, y en especial de los hombres. El verdadero creyente no necesita palpar a Dios, un Dios palpable no es objeto de fe, sino de evidencia. Dios nos quiere adultos y por ello deja el mundo en nuestras manos y bajo nuestra responsabilidad, diciéndonos la fe que Dios está presente en el fondo de la propia actividad humana.
La diferencia entre el creyente y el no creyente está sólo en la mirada de fe o de no fe ante la misma realidad. Lo que el no creyente considera como pura acción humana, el creyente ve ahí mismo la acción de Dios.
Una fe madura tiene que reunir las siguientes características: a) afectiva: la fe no es simplemente un acto intelectual, sino de la persona entera, cuyo núcleo fundamental es la afectividad. No basta la aceptación intelectual de una verdad si vitalmente no se siente y vive; b) dinámica: la experiencia de fe no es algo estático, sino una experiencia humana que nunca está hecha del todo, que tiene cierto parecido con la experiencia amorosa, puesto que es algo que se está haciendo constantemente, pues es una búsqueda y un caminar; no hay que olvidar además que se nos da gratuitamente y que no tiene fe quien quiere, sino quien puede, aunque tenemos que buscarla e incrementarla y que podemos también perderla; c) problemática: la fe cuestiona y no da seguridades, no deja de ser un riesgo y no se alcanza la evidencia, aunque sí la certeza moral y sobre todo la esperanza; d) integrativa: de toda la persona, también del inconsciente, lo que supone asumir las dudas sin enterrarlas; e) inefable: nos faltan palabras para expresarla. No puedo racionalizar plenamente mi experiencia de fe, ni convencer a otro por simple razonamiento, sino tan solo dar testimonio de ella y de cómo la vivo.