Nunca ha sido fácil la vocación profética. Implica ir contra corriente, denunciar males extendidos, proponer verdades difíciles, avanzar en contra de lo que muchos llaman la “opinión pública” o la “marcha de la historia”.
 
Basta con leer la biografía de algunos profetas del Antiguo Testamento para constatar la difícil lucha de quien anuncia algo que se opone a los poderosos o a las ideas dominantes.
 
Cristo mismo aceptó el reto de ser profeta (y era más que profeta) al anunciar el Reino, al denunciar la hipocresía, al invitar al desprendimiento de los bienes materiales, al proclamar una misericordia que rompía todos los esquemas de su tiempo.
 
Las enormes dificultades de ser profeta se originan al confrontarse con la mentalidad dominante. Basta con mirar un poco a nuestro mundo para darnos cuenta.
 
Hoy tienen fuerza modos distorsionados de entender la libertad, el disfrute de los bienes materiales, el sexo, las opciones profundas que determinan la propia existencia y la de otros.
 
Además, hoy se palpa miedo, incluso pánico, al sufrimiento, a la enfermedad, a la muerte, hasta el punto de que millones de personas son capaces de renunciar a la propia libertad con tal de asegurarse al menos una apariencia de salud y de inmunidad ante los virus, el cáncer y los mil peligros de cada día.
 
El profeta denuncia las falsas seguridades, los apegos al dinero y a las posesiones, la obsesión enfermiza por la técnica (especialmente en el mundo de la informática), el deseo patológico de vivir autosatisfechos y sin riesgos.
 
Al mismo tiempo, el profeta pone ante nuestros ojos un mundo diferente, donde el perdón, la renuncia, la entrega, el sacrificio, son ingredientes que permiten una vida seguramente no agradable, pero sí orientada hacia el amor.
 
Porque el amor implica ese morir para dar una vida que el mundo ni comprende ni desea, cuando, en realidad, toda existencia humana tiene sentido solamente si aceptamos el camino que Cristo siguió: morir para tener vida.
 
Hoy, como en el pasado, es todo un reto ser profeta. Por eso cada profeta necesita vivir muy cerca de Dios, para recibir luz, fuerza y esperanza. Entonces su vida testimoniará las realidades del espíritu, y su palabra penetrará en muchos corazones que así empezarán un camino de conversión que lleva a la patria verdadera.
 
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