En gran parte del mundo secularizado de hoy, vivimos en un clima un tanto anticristiano y antieclesial (por contradictorio que esto pueda sonar en una cultura que aún se considera cristiana). Pero lo cierto es que en muchos círculos está de moda criticar al cristianismo, especialmente a sus iglesias, ya sean católicas, protestantes o evangélicas. Invariablemente, la crítica se centrará en las incoherencias, faltas y pecados históricos dentro de estas iglesias. De hecho, la expresión "soy espiritual pero no religioso" conlleva una crítica no tan sutil a las iglesias. Quiero a Dios, pero no al cristianismo ni a las iglesias.

 

¿Hasta qué punto esto es grave? ¿Cuál debe ser nuestra respuesta?  Aunque es irritante, en última instancia no es una causa importante de preocupación. Como iglesia, no nos sentimos fundamentalmente amenazados por esto y no deberíamos reaccionar exageradamente. ¿Por qué?

 

En primer lugar, porque una parte de esta crítica nos hace bien. Tenemos defectos y carencias reales que nuestra cultura señala sin reparos. Las actuales críticas a la Iglesia nos redimen sanamente y nos empujan a una mayor depuración interior. Al mostrarnos nuestros defectos, los críticos nos hacen un favor. Además, durante demasiado tiempo disfrutamos de una situación de privilegio, lo que nunca es bueno para la Iglesia. Tendemos a estar más sanos como cristianos cuando vivimos en un tiempo de des-privilegio que en un tiempo de privilegio, aunque no sea tan agradable. Además, hay algo de mayor importancia en juego.

 

Debemos tener cuidado de no reaccionar de forma exagerada ante el actual clima antieclesial, porque esto puede conducir a una actitud defensiva malsana y ponernos demasiado en la posición de adversario frente a la cultura. No es ahí donde el Evangelio quiere que estemos, en absoluto. Nuestra tarea, en cambio, es absorber esta crítica, por dolorosa que pueda ser, señalar suavemente su injusticia, pero resistir toda tentación de ponernos demasiado a la defensiva. ¿Por qué? ¿Por qué no defendernos agresivamente?

 

Porque somos lo suficiente fuertes para no hacerlo, simple y llanamente. Podemos resistir sin tener que ponernos duros y a la defensiva. Por muy frecuentes o injustas que sean las críticas, la Iglesia no está a punto de hundirse ni de desaparecer a corto plazo. Somos más de dos mil millones de cristianos en el mundo, estamos dentro de una tradición bimilenaria, tenemos entre nosotros una Escritura universalmente aceptada, contamos con dos mil años de afianzamiento y refinamiento doctrinal, tenemos sólidas instituciones centenarias, estamos incrustados en las raíces mismas de la cultura y la tecnología occidentales, constituimos uno de los grupos multinacionales más grandes del mundo y estamos creciendo en número en todo el mundo. No somos un junco agitado por el viento, tambaleante, un barco a punto de hundirse. Somos fuertes, estables, bendecidos por Dios, ancianos en la cultura. Por eso le debemos a la cultura amabilidad y comprensión.

 

Por encima de eso, y más importante que nuestras fortalezas históricas, está el hecho de que tenemos la promesa de Cristo de estar con nosotros y la realidad de la resurrección para sostenernos. Por todo ello, creo que es justo decir que podemos absorber una buena cantidad de críticas sin temor a perder nuestra identidad. Por otra parte, no debemos permitir que estas críticas nos hagan perder de vista la razón de nuestra existencia.

 

La Iglesia no existe para sí misma ni para garantizar su propia supervivencia. Existe por el bien del mundo. Podemos olvidarlo con demasiada facilidad y, con toda sinceridad, perder de vista lo que nos pide el Evangelio. Por ejemplo, comparemos estas dos respuestas: en una rueda de prensa, alguien preguntó una vez al difunto cardenal Basil Hume cuál consideraba que era el principal reto al que se enfrentaba la Iglesia hoy. Él respondió: "Salvar el planeta". Algunos años más tarde, a otro cardenal (no nombrado aquí por su respuesta), en una entrevista televisiva, le hicieron más o menos la misma pregunta: "¿Cuál considera que será su primera tarea al hacerse cargo de esta diócesis?". Su respuesta: "Defender la fe". Una respuesta muy diferente, evidentemente.

 

Todo en Jesús sugiere que el punto de vista de Hume está más cerca del evangelio que el otro. Cuando Jesús dice, mi carne es alimento para la vida del mundo, nos está diciendo que la principal tarea de la iglesia no es defenderse a sí misma, asegurar su continuidad o evitar que el mundo la machaque. La Iglesia existe por el bien del mundo, no por su propio bien. Por eso Jesús nació en un abrevadero, un lugar donde los animales vienen a comer, y por eso se entrega sobre una mesa, para ser comido. Ser triturado forma parte de lo que es Jesús. Todo en él sugiere vulnerabilidad frente a la actitud defensiva, riesgo frente a la seguridad, confianza en una promesa divina frente a cualquier defensa y seguro humanos.

 

La esencia misma del Evangelio es una llamada a arriesgar más allá de la actitud defensiva, a absorber lo que es injusto, a no estar a la defensiva: "Perdónalos porque no saben lo que hacen". Debemos ser alimento para el mundo, no preocuparnos por nuestra propia supervivencia. Debemos ser alimento de comprensión, gracia y perdón para el mundo.

 

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