En los países que se consideraba formaban parte del llamado Occidente cristiano era indiscutible que su sistema de valores se basaba en la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables como fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo, y es que «no puede haber verdadera democracia si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos» (San Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, nº 101).
Estos valores encontraron su formulación en La Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU del 10 de diciembre de 1948. Pero pronto una serie de ideologías, radicalmente opuestas al cristianismo, como la relativista y positivista empezaron a cuartear estos derechos con nuevos presuntos derechos, como el derecho al aborto y a la eutanasia, que, en realidad, son opuestos y contradictorios a los valores humanos y cristianos y a lo que una conciencia cristiana o simplemente dotada de sentido común cree y defiende.
Como nuestro Gobierno participa plenamente de esta mentalidad criminal anticristiana y anti-vida no tiene que extrañarnos que la ministra de Igualdad, Irene Montero, señalase hace pocos días su intención de regular la objeción de conciencia de los médicos para que «no esté por encima del derecho a decidir sobre su cuerpo» de las mujeres y que estas puedan abortar en «un hospital público, cercano a su domicilio, eligiendo el método y con todas las garantías para sus derechos». Es un argumento muy comunista y, por cierto, también muy nazi.
Como la inmensa mayoría de los médicos y del personal sanitario ha escogido su profesión pensando que su tarea era sanar y, en todo caso, ayudar a los pacientes, pero en ningún caso matarlos, es decir no se sienten con vocación de asesinos, no nos extrañe que el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM) ha defendido que dificultar la objeción de conciencia del personal sanitario es «una mala solución que resulta inaceptable, ilegal e injusta». También la Academia Nacional de Medicina de Francia se posiciona sobre la ley de eutanasia y apuesta por los cuidados paliativos, porque «no está en la misión del médico dar la muerte».
Para un cristiano el libro de Hechos de los Apóstoles nos recuerda que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (5,29 y 4,19), y por ello el seguimiento de la propia conciencia es un deber moral y religioso, que en el plano civil se fundamenta en el artículo 18 de la Declaración de Derechos Humanos: «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión».
Pero si el actuar contra la propia conciencia está mal, es mucho peor obligar a otro a actuar contra ella. Pasar por alto la conciencia de otro, ignorarla o presionarla, es atentar contra su dignidad. San Juan XXIII, en el Catecismo Joven de la Iglesia Católica, en su versión inglesa, nos dice. «Hacer violencia a la conciencia de la persona es herirla gravemente, dar el golpe más doloroso a su dignidad. En cierto sentido es más grave que matarla» (nº 297), y Jesucristo en el evangelio de San Mateo afirma. «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo» (Mt 10,28). Nada hay peor que empujar a otro hacia el pecado y por ello, por mantenerse fieles a su conciencia, muchas personas han ido a la cárcel e incluso han sido ejecutadas.
En estos momentos en que se discute si el presidente abortista de Estados Unidos puede o no recibir la Comunión, recuerdo que para el Concilio Vaticano II el aborto y la eutanasia son prácticas infamantes (cf. GS 27) y que «tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos» (GS 51), doctrina mantenida a lo largo de los siglos y que siempre se ha considerado como causa más que suficiente para no permitir el acceso a la comunión a quienes no se han arrepentido y confesado.