Se han dicho y se dirán muchas cosas sobre las homilías. Las hay buenas y malas. Las hay improvisadas y bien preparadas. Las hay cortas y largas.
Los bautizados escuchan la homilía desde su propia experiencia y formación. Algunos perciben que la homilía no les enseña nada. Otros piensan que es demasiado elevada.
Los sacerdotes viven el momento de la homilía desde actitudes diferentes. Algunos preferirían no dar homilías. Otros las dan con excesiva amplitud, casi como si fuera una conferencia en la que mostrar su mucha sabiduría.
A lo largo de los siglos la Iglesia ha dado diversas indicaciones sobre la homilía, para que pueda convertirse en un momento hermoso de la misa, pero no el más importante.
En la exhortación “Evangelii gaudium”, el Papa Francisco dedicó una amplia serie de reflexiones y consejos sobre las homilías, pues cuando están bien preparadas pueden ser de gran ayuda para toda la comunidad.
De vez en cuando, a los sacerdotes nos viene muy bien releer los diversos consejos que el Magisterio ofrece sobre las homilías, para mejorarlas y para que encajen de modo adecuado en la liturgia eucarística.
Porque quizá esa sea una de las pistas mejores para que las homilías sean buenas (o, si somos un poco minimalistas, no tan malas...): que los sacerdotes tengamos siempre presente que la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, la participación completa en el gran misterio de la Pascua de Cristo.
Si recordamos esta verdad, evitaremos que la homilía sea una especie de “objeto” personal usado según los gustos de cada uno, como si fuese la oportunidad para expresar las propias ideas.
Al mismo tiempo, nos esforzaremos para que cada homilía quede bien encuadrada en la belleza de lo que ocurre en cada misa, la cual es “el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor” (“Catecismo de la Iglesia Católica”, n. 1382).