Misericordia, pecado y perdón son temas que están íntimamente unidos en la Revelación cristiana. Ya en el Credo confesamos nuestra fe en el perdón de los pecados, lo que significa que hemos de insistir no en el pecado, sino en su perdón. Se trata por tanto de la reconciliación del cristiano pecador con Dios y con la Iglesia. El sacramento de la Penitencia parte del convencimiento que el pecado del cristiano puede ser superado, si hay verdadero arrepentimiento, es decir si sabemos aceptar la gracia que Dios nos envía para ello, por el poder del perdón de Dios transmitido a la Iglesia por medio de Jesús, y eso es lo que hace que el Evangelio sea la Buena Noticia y no una amenaza.

Aunque Cristo denuncia el pecado y no duda en increparlo enérgicamente (Mt 7,5 y 15-20; 12,33-34; Lc 6,24-26), Él es su Redentor y quien viene a perdonarlo. Ya a San José se le dice: «Le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados»(Mt 1,21). Cristo es el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»(Jn 1,29) No vino «a llamar a los justos, sino a los pecadores»(Mt 9,13), da su sangre «para la remisión de los pecados»(Mt 26,28), tiene derecho a perdonar los pecados (Mt 9,6; Mc 2,9; Lc 4,18) y establece el bautismo para ello (Hch 2,38), concediendo a los Apóstoles y sus sucesores el poder de perdonar­los (Jn 20,22-23). Jesús viene a reclamar para Dios lo que es legítimamente suyo y que la potestad diabólica usurpaba.

Por ello Jesús nos pide «sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36) y en el Padre Nuestro decimos «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 5,12), frase que nos recuerda que yo también tengo que perdonar, porque todos estamos encantados que se nos perdone y tanto más Dios, pero perdonar nosotros eso es ya otra cosa. Y sin embargo hemos de ser muy conscientes que no hacerlo es dejarnos arrastrar por el rencor y el odio, con lo que lo único que conseguimos es envenenarnos y hacernos daño a nosotros mismos. Cuando hablo con una víctima del terrorismo le recuerdo que si yo fuese terrorista, me alegraría no sólo por el mal que he hecho, sino por haber destrozado la vida de sus familiares, al haberlas llenado de odio. Sí les digo que reclamen justicia, porque con frecuencia las penas de los terroristas y sus cómplices son ridículas, e incluso algún político desleal, sin vergüenza y sin principios ha llegado a llamar a algún cabecilla «hombre de paz», pero por nuestra parte, precisamente porque sabemos distinguir el bien del mal, no debemos nunca dejarnos arrastrar por el odio. No nos olvidemos que Satanás es odio y Jesucristo amor. En el perdón juegan papeles muy importantes ante todo la gracia de Dios y también mi voluntad y mis sentimientos. Mandar sobre la voluntad es relativamente más fácil y la mejor manera para ello es encomendar a Dios a quien me ha hecho daño. En cambio, mandar sobre mis sentimientos es más difícil. Por ello lo que debo hacer es rezar por quien me ha ofendido, convencido que Dios modificará poco a poco mis sentimientos hasta que sean como a Él le gustarían.

La novedad de Jesús está en que el arrepentimiento en el Nuevo Testamento es un cambio radical con la apertura a una existencia nueva en la que nos hacemos discípulos de Cristo al aceptar por la fe su Evangelio. La persona convertida no trata sólo de evitar el pecado, sino que cambia de conducta y vive su vida a la luz de la fe en Cristo y dejándose guiar por su Espíritu. Nuestra fe tiene también un contenido moral: al convertirse en compromiso coherente de vida, exige también nuestro testimonio. Convertirse y creer, tal es la respuesta fundamen­tal del cristiano: conversión libre como acto y actitud, apoyada en la gracia de Dios y en el perdón sacramental de la Igle­sia. Hay por ello relación entre fe y peniten­cia, siendo fe y conversión la actitud a adoptar.

 
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