En tiempos tan sombríos, muchos amigos y lectores me preguntan si mi fe no desfallece. Ciertamente, razones para ese desfallecimiento no faltan, ante un presente tan ominoso como el que nos ha tocado en suerte (o más bien en desgracia) vivir. Pero la fe que profeso me enseña a no afligirme ante el presente, en la certeza de que tengo un futuro. Frente al optimismo desperado propio de nuestra época, que por no creer en el futuro pretende apurar eufóricamente los disfrutes materiales del presente (y que cuando esos disfrutes se amustian o desvanecen, como ahora ocurre, convierte su euforia en angustia), la fe puede permitirse el lujo de ser pesimista en su diagnóstico del presente, a cambio de estar siempre esperanzada.

 

Pero incluso a las personas con fe nos falta a veces la esperanza. Y es inevitable que así sea, porque el presente nos ofrece razones innumerables para el desaliento. Tal vez esta falta de esperanza tenga mucho que ver con la pérdida del horizonte escatológico, con el olvido de la Parusía, que Jesús anuncia repetidamente en los Evangelios (Lc 17, 20; Mt 24, 23; Mc 13, 21), que encontramos repetido en las epístolas de Pedro y Pablo y que es el asunto principal de las visiones que clausuran la Biblia. En todos esos pasajes evangélicos, epístolas y visiones se repite que esta Parusía o segunda venida de Cristo será precedida de una gran apostasía y una gran tribulación; y también que no se producirá –a diferencia de lo que pretenden los agoreros del cambio climático– porque el mundo haya agotado sus recursos, tampoco porque sobrevenga una catástrofe natural o se desencadene una guerra (más allá de que estos signos puedan precederla), sino por una directa intervención divina. El universo –nos recuerda Leonardo Castellani– no es un proceso natural, sino «un poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y el desenlace, que se llaman teológicamente Creación, Redención y Parusía».

 

Siempre me ha llamado mucho la atención la escasísima, casi nula, conciencia de la Parusía que tienen las personas de fe. Tal vez sea porque están contaminadas por las descreídas visiones apocalípticas que difunde la cultura de masas de nuestra época, plagadas de explosiones atómicas u hordas de zombis. Tal vez porque es la nuestra una fe sin esperanza, que se arredra ante el sufrimiento (pues esta Parusía, tal como la describe el propio Jesús, vendrá precedida de acontecimientos luctuosos). Pero, al soslayar este asunto, la fe queda por completo falsificada, eunuquizada, reducida a moralina insípida; es la sal que se ha vuelto sosa. Recordemos la admonición de los ángeles en la Ascensión: «Varones galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo? Este Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». Se trata de un formidable reproche que nos sigue interpelando hoy.

 

Al ocultar el proceso divino de la Historia, inevitablemente nos sumamos a la desesperación propia de nuestra época (todo lo acicalada de euforias que se quiera), que promete al hombre el paraíso en la tierra por sus propias fuerzas, esto es, mediante la intervención de la ciencia y la política. O, en el mejor de los casos, nos apuntamos a cierta visión espiritualista y delicuescente de las cosas últimas, según la cual nuestras almas serán premiadas con un futuro al que nuestros cuerpos deberán renunciar, irrevocablemente convertidos en pasado, irrevocablemente consumidos por el dolor y la decrepitud hasta su acabamiento. Pero la Parusía nos habla de un futuro de otro orden muy distinto, donde no sólo será suprimido el sufrimiento, sino que también será revocado. Y esta revocación del sufrimiento pasado sólo se puede lograr plenamente a través de la resurrección de la carne, extremo en el cual la fe cristiana se enfrenta al espiritualismo delicuescente propio de nuestra época. Y, en general, de cualquier época, pues fue esta revocación del sufrimiento pasado que se produce en la Parusía, mediante la resurrección de la carne, lo que enfrentó en el Areópago a San Pablo con los filósofos griegos, dispuestos a aceptar su predicación con tal de que se redujese a una fe eunuquizada o reducida a moralina insípida.

 

Tratando de imaginar este futuro que revoca plenamente el sufrimiento pasado, según nos promete la Parusía, he escrito recientemente un relato, titulado Sin miedo ni codicia, que ha sido incluido en el excelente volumen colectivo Doce visiones para un nuevo mundo, editado por la Fundación Santander. Animo a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan a asomarse a él, en su versión dramatizada, pulsando aquí.

 

 

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