Es increíble que incluso en plena crisis del coronavirus, nuestro Gobierno sigue manteniendo la mentalidad de lo que los Papas llaman «la cultura de la muerte», continuando con los trámites para la aprobación de la Ley para la Eutanasia. Y es que actualmente estamos viendo y viviendo una lucha dramática entre la llamada «cultura o civilización de la vida» y la «cultura de la muerte», que no deja de ser un episodio más de esa lucha permanente entre el Bien y el Mal.
Los seres humanos nos encontramos ante una realidad evidente: vivimos. Jesucristo nos dice en la Última Cena «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6), con lo que nos indica no sólo que la vida, nuestra vida tiene valor, sino también cuál es su sentido: ir al encuentro de Dios. La vida que Jesús ha venido a darnos y sobre de las que nos dice. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10), consiste en hacernos hijos de Dios y participar en la plenitud de su amor.
Como dice la Encíclica «Evangelium Vitae» de San Juan Pablo II: «Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás» (nº 20). Ello se debe al «eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino d un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida» (nº 21).
El hombre de fe, el que no ha perdido el sentido de Dios porque no se ha olvidado de la oración, sabe que su fe debe tener consecuencias en su vida con sus obras. El Apóstol Santiago, en su Carta nos lo dice claramente: «¿De qué le sirve a uno, hermanos, decir que tiene fe, si no tiene obras?» (2,14) … «Así es también la fe, si no tiene obras, está muerta por dentro» (2,17) … «Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres enterarte insensato, de que la fe sin obras es inútil?» (2,19-20). En este punto, recuerdo dos anécdotas: la primera en una charla alguien me preguntó que qué hacía la Iglesia por los pobres. Le respondí: «Cíteme una institución que haga más por los pobres que la Iglesia Católica». Un silencio clamoroso fue la respuesta. La segunda sucedió en Alemania, cuando los socialistas alemanes llegaron por primera vez al poder tras la Guerra Mundial se plantearon el problema de encargarse de la beneficencia ellos o las Iglesias (católicos y protestantes). Como eran personas inteligentes lo decidieron pronto: «El Estado alemán no tiene dinero suficiente para hacer lo que con cuatro marcos hacen las Iglesias». Y si nos fijamos bien la tarea educativa, cultural, social, de tantos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos es sencillamente impresionante. No nos olvidemos que hasta hace bien poco, a nuestra civilización la llamábamos la civilización occidental y cristiana.
En cambio, en la actuación de los defensores de «la cultura de la muerte» prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo si da placer y bienestar, olvidándose que el ser humano es ser en relación y que el egoísmo nos conduce a cerrarnos en nosotros mismos con olvido de los demás, no teniendo en cuenta nuestros deberes hacia ellos y llegando incluso a propiciar su muerte (por eso es cultura de la muerte), especialmente en los dos extremos de la existencia, antes del nacimiento y en la ancianidad, sin tener en cuenta que debemos evitar hacer el mal, y que si lo hacemos es muy fácil que, pronto o tarde, más bien pronto, nuestra conciencia se despierte y el remordimiento aparezca en nuestras vidas. No puedo por menos de pensar que aquéllos que tratan de matar otros seres humanos, son simplemente, como nos dice el Concilio, autores de crímenes abominables (cf. GS 27 y 51). Y es que hay una Ley de Dios escrita en nuestros corazones, a la que llamamos Ley Natural, y a la que debemos hacer caso, porque en ello nos va no sólo encontrar sentido a la vida y lograr, aunque no plenamente, nuestra felicidad ya en este mundo, o, por el contrario, al no encontrar sentido a la vida, carecer de una auténtica esperanza.
Si el número de fallecidos en España por la pandemia es de unos treinta mil, sería el doble de los caídos en la batalla del Ebro. Pero muy lejos de los cien mil seres humanos asesinados cada año en el seno de sus madres. Pidamos al Señor que valoremos toda vida humana y, en la medida que nos es posible, seamos sus protectores.