El sentido cristiano de la Penitencia nos dice que aún habiendo pecado, es decir fallado en su respuesta al amor de Dios, el hombre puede sin embargo seguir encontrándose con Dios: «será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia»(Lc 15,7). Y es que Dios es así: hasta el pecado se hace ocasión de un amor mayor entre la criatura y Dios. «Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de la Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la conversión»(Catecismo de la Iglesia Católica nº 1446).

En la celebración de este sacramento la Iglesia experimenta la misericordia del Dios que perdona y acoge siempre al hijo que vuelve con un corazón contrito y humillado (Sal 51,19), dimensión eclesial que es afirmada por el Concilio Vaticano II: «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando» (LG 11). A su vez la «Presbyterorum Ordinis» en su nº 5 y el Código de Derecho Canónico c. 960 nos dicen «(los sacerdotes) por el sacramento de la penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y la Iglesia».

Es lamentable sin embargo que aunque teóricamente esté muy claro que en el sacramento de la Penitencia se realiza la reconciliación también con la Iglesia, en la práctica muchos cristia­nos no experimentan ninguna necesidad de reconciliarse con ella, pues aunque saben que confesarse es pedir perdón a Dios y a Cristo, no piensan que tienen que reconciliarse también con la Iglesia, porque nuestros cristianos tienen muy poca vida eclesial y la crisis de la confesión nos manifiesta la crisis de las comunidades eclesiales.

En efecto, el rechazo al sacramento de la Penitencia tiene mucho que ver con el rechazo hacia la Iglesia y su mediación sacramental. Las espirituali­dades deficientes influyen negativa­mente y expresio­nes como «yo me entiendo directamente con Dios» o «me confieso con Él», indican actitudes muy extendidas en las que se considera las institucio­nes de la Iglesia, incluso las sacramen­tales, como innecesarias para la relación personal con Dios y esto muy especialmente con respecto a la confesión sacramental ante el sacerdote (cf. Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral «Dejaos reconciliar con Dios» nº 16). La crisis se ha visto facilitada por una situación cultural bastante insensible al anuncio evangélico de conversión y penitencia.

La Iglesia debe procurar acentuar la dimensión eclesial de la reconciliación. Partiendo de la misión de la Iglesia, se descubre más fácilmente el sentido del pecado, el alcance de la reconciliación y sobre todo se celebra mejor el misterio del perdón. La Iglesia también hace penitencia, pues los que pecan son sus miembros y a veces sus comunidades e instituciones. Pero la función fundamental y principal de la Iglesia es la de ser Madre; una Madre que acoge, ayuda, reprende, purifica, limpia, anima y sostiene a cada uno de sus hijos, según su situación y necesida­des, si bien también Ella, al verse manchada por el pecado de sus miembros, necesita purificarse y reconciliarse con Dios y con su propia vocación a la santidad.

La Iglesia debe verse a sí misma como pueblo pecador, hecha de personas frágiles, pero hijos adoptivos de Dios. Ahora bien Ella es también la respuesta de Dios a los problemas del mundo, pues es la Institución a través de la cual Dios nos habla. Dios viene al encuentro del bautizado pecador en el sacramento eclesial de la penitencia, y nosotros salimos a su encuentro en este mismo sacramento con nuestra contri­ción, confesión y satisfac­ción.

Conversión y mediación eclesial son dos dimensiones inseparables que pertenecen a la estructura esencial del sacramento de la Penitencia. Tanto la conversión básica, de recuperación de la gracia,, como la conversión permanente, encierran una dimensión sacramental y tienen como término positivo la edificación de la Iglesia, a la que cada uno aporta sus propios valores de santidad, ya que la construcción personal del Reino conlleva una dimensión comunitaria, mientras que por el contrario en la medida en que uno lo destruye en sí mismo, lo daña también en su realización eclesial.

El sacramento de la penitencia es una acción de la Iglesia penitente y santa; se apoya en el recuerdo de la pasión y muerte expiatoria de Jesús y en la permanente oración de la Iglesia. En su predicación sobre el pecado y en el proceso de penitencia sacramen­tal, la Iglesia, que es santa y está obligada a serlo, asume una actitud de distanciamiento con respecto al pecado, pero no puede distanciar­se del pecador como si no le afectara a Ella y a su propia culpa. Expresa en este sacramento su reconciliación con el pecador, pero también Ella ha sido agraciada por el perdón de Dios. «Mediante el ministro de la peniten­cia es la comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado»( Exhortación Apostólica de san Juan Pablo II «Reconciliatio et paenitentia» nº 31, III).
 
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