Hay una multitud de problemas que afectan a la vida matrimonial. Problemas y conflictos son inevitables en toda vida conyugal, y en el caso del matrimonio la primera prevención es sin duda la preparación al matrimonio, cuya necesidad es cada vez más patente.

Dadas las carencias con las que van al matrimonio tantas personas, los cursillos prematrimoniales son más necesarios que nunca. Estos cursos forman parte de la labor pastoral de la Iglesia, la única institución que se preocupa de la preparación al matrimonio, y no son por supuesto un mero trámite, siendo muy conveniente que se advierta a los novios de ellos con la debida antelación para que puedan hacerlos con tiempo suficiente, a ser posible bastante antes, con objeto de que les sea útil en su proceso de formación también en el noviazgo.

Esta preparación supone poder hacer frente con realismo a varios desafíos de los que han de ser conscientes los esposos desde el principio, como son el hecho de compartir sus vidas veinticuatro horas al día con los límites que ello supone para la propia vida; los cambios y evolución en la relación conyugal con el paso del tiempo; la dificultad de establecer y mantener un buen nivel de comunicación entre ellos; la realidad de la monotonía de la vida; los condicionamientos económicos y sociales, como la falta de trabajo; el envejecer juntos; la educación de los hijos, con sus imprevistos y dificultades; los sacrificios que éstos exigen, que generalmente no devuelven a sus padres, sino que pagan su deuda con sus hijos; las dificultades, no raras, en la relación sexual.

Es indiscutible que los impulsos ciegos del instinto, el excesivo predominio en muchísimos casos de los sentimientos del momento, el consumismo de nuestra sociedad con su usar y tirar que hace que pueda suceder algo semejante en cuanto se enfría el enamoramiento, la concepción equivocada de la sexualidad cuando se pone al servicio de uno mismo sin tener en cuenta al otro, el miedo al embarazo, la incapacidad de autocrítica con el repliegue egoísta sobre sí mismo, la incomprensión, los caprichos, las intransigencias, las imprudentes relaciones iniciadas en internet al amparo del anonimato, el adoptar actitudes rígidamente defensivas que van a provocar aquello mismo que quieren impedir, el silencio que impide discutir francamente los problemas mutuos, la no consideración y desestima del trabajo del otro, el adulterio, que muchas veces pone a la luz una separación de tipo espiritual que se ha ido fraguando poco a poco dentro del matrimonio, son eventualidades que afectan a la estabilidad y continuidad del matrimonio y de las que los cristianos no están necesariamente libres.

Hay que evitar también hacerse una concepción excesivamente idealizada de los primeros años del matrimonio, pues se da en ellos mucha inexperiencia e inmadurez. Es necesario dar el paso del enamoramiento al amor, sabiendo darse y acoger al otro con un amor que sabe renovarse. Son bastante frecuentes los desencantos ya en los primeros meses del matrimonio, porque a nadie nos gusta poner a la luz nuestros fallos y limitaciones, que con frecuencia sólo son conocidos en la convivencia. Ésta pone a la luz los rasgos negativos del otro, con un descubrimiento mutuo y un paso del sueño a la realidad, por lo que los individuos de frágil personalidad empiezan a pensar en la separación. Hay que saber mirar y reconocer, que si en el otro hay defectos, también hay muchas cosas positivas que permiten aceptar al otro tal cual es y que me ayudan a entregarme a él.

Para casarse no son suficientes fidelidad, indisolubilidad y apertura a los hijos, sino también una voluntad deliberada de unión. El amor matrimonial e incluso la armonía sexual necesitan tiempo para crecer, desarrollarse y madurar, por lo que es preciso que la pareja se reserve espacios para poder comunicarse y dialogar, pero además tiene que haber un empeño por ambas partes para hacerse querer y sobre todo querer al otro, tratando de satisfacer su necesidad de amor y buscando su felicidad. En un matrimonio, hay que hacer un esfuerzo continuo por ambos para darse al otro, estar pendiente de él y concebir sus problemas como algo propio. En este punto tiene también un papel muy importante la voluntad, porque el amor no es sólo un sentimiento ciego y espontáneo, sino que es también el resultado de un empeño libre y responsable.

Es indudable que muchas parejas llegan al matrimonio con una gran superficialidad y sin tener ideas claras sobre lo que es y viven en él sin haber alcanzado la necesaria madurez personal ni la capacidad de contraer un compromiso definitivo. La pareja es frágil cuando en ella lo que domina es el egoísmo y no se basa en la fe en el otro, en la esperanza, en el amor abierto al perdón.

Muchos cónyuges constatan, poco después de haberse casado, que la realidad de su vida matrimonial no concuerda con lo que habían soñado y deseado para su matrimonio. “En la intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas, llamadas a una armonía de mentalidad y de comportamiento, lo cual exige no poca paciencia, simpatía y tiempo” (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 34). El proceso de unión e integración es bastante complicado, pues cada uno de los dos sigue siendo él mismo, con sus límites y defectos y tienen que aprender a soportarse mutuamente. Las decisiones ya no las toma uno individualmente, sino que hay que consensuarlas, impidiendo una buena comunicación muchos malentendidos. La unidad matrimonial pasa por la realidad diaria. Los esposos deben ir acoplándose en todos los aspectos: fisiológico, psíquico, intelectual, profesional, religioso, cultural, social, económico..., siendo por ello muy conveniente ser conscientes de la importancia de seguir continuamente formándose, a fin de poder asumir adecuadamente las responsabilidades que se les presentan.

 
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