Las discusiones sobre el respeto que merezcan los embriones humanos necesitan estar acompañadas por las reflexiones que la antropología filosófica ofrece respecto de la dignidad humana.

 

Durante siglos, la filosofía ha considerado al ser humano como dotado de un alma espiritual, que tiene un origen único (algunos afirman que es creada directamente por Dios) y un destino eterno.

 

No han faltado pensadores antiguos y modernos que han negado tal espiritualidad, que han defendido que el hombre es simplemente material, producto de la agregación casual de átomos, resultado de procesos evolutivos sin proyecto y sin finalidad.

 

En las antropologías que consideran al ser humano como simplemente material, o como un animal que no tendría una dignidad superior respecto de otros animales, las discusiones sobre el embrión desembocan fácilmente en la negación de su dignidad, dignidad que tampoco tendrían los adultos.

 

En cambio, las antropologías que consideran que existe un alma espiritual, una dimensión constitutiva que hace a los humanos radicalmente diferentes de los animales, los embriones tienen una dignidad que merece ser respetada.

 

Los continuos debates sobre el aborto, la fecundación artificial, la clonación, no pueden dejar a un lado la pregunta sobre lo que significa existir como seres humanos. Porque solo si respondemos adecuadamente a esa pregunta podremos luego afrontar el respeto que cada uno merece, desde su concepción hasta su muerte.

 

La antropología ocupa, por lo tanto, un puesto clave en las numerosas discusiones sobre lo que significa ese momento inicial de toda existencia humana: el de la concepción gracias a dos células especializadas, un óvulo y un espermatozoide, que unidos adecuadamente permiten que arranque la existencia de un hijo que tiene la misma dignidad que sus padres y que los demás seres humanos.

 

 

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