En el Bautismo celebramos el nacimiento a la vida de fe. Como creyentes debemos sin embargo continuar creciendo y madurando. Poco a poco nos vamos sintiendo miembros de la comunidad de Jesús, de la Iglesia, y comprendemos la necesidad de actuar en respuesta al amor que Jesús nos tiene y de comunicar nuestra fe a los demás.

El crecimiento en la vida de fe es lo que celebramos en el sacramento de la Confirmación, a la vez que el sacramento impulsa y potencia este crecimiento, tratando de hacernos testigos ante los demás de esta fe.

La Confirmación debiera ser el sacramento de la madurez cristiana. Lo que otros hicieron por nosotros en el Bautismo, ahora lo asumimos con plena libertad y responsabilidad. Así entendemos la costumbre actual de retrasar la edad de este sacramento hasta que el individuo pueda tomar decisiones verdaderamente libres y responsables. Quien se ha confirmado empieza o debiera empezar a tomar parte a participar con los demás cristianos en la misión común de la Iglesia: la evangelización.

En efecto, ante tanta gente llena de problemas, angustias y ansiedades, el cristiano que sabe que posee la buena noticia de la salvación gracias a Jesús, se ve invitado a proclamar también él en la medida de sus posibilidades esta buena noticia.

Con la Confirmación el creyente debiera alcanzar una mayoría de edad en la fe y comenzar una nueva etapa como miembro de la comunidad cristiana a la que pertenece. Este Sacramento no es un fin, sino con la recepción del Espíritu Santo comienza una nueva etapa de nuestra vida cristiana. No podemos pararnos, sino que debemos seguir creciendo.

Por la Confirmación somos consagrados para ayudar a realizar la tarea que el Espíritu Santo lleva a cabo en el mundo: hacer un mundo nuevo construyendo el Reino de Dios, Reino que supone la Justicia, la Verdad y la Paz. La construcción de este Reino no puede aplazarse a la otra vida, sino que ha de empezarse ya, intentando construir unas estructuras más justas, pero también y sobre todo unos hombres mejores, pero ésta es una tarea que hay que empezar por uno mismo.

En la Confirmación recibimos el Espíritu Santo. ¿Pero no lo hemos recibido ya en el Bautismo?: Indudablemente sí, pero lo uno no excluye lo otro y podemos decir que en la Confirmación hay como un nuevo Pentecostés que corona lo iniciado en el Bautismo. En el libro de los Hechos, vemos como Pedro y Juan imponen las manos a nuevos cristianos, «para que recibieran el Espíritu Santo» (cf. Hch 8,15-17).

Este Espíritu, que hemos recibido o vamos a recibir en este Sacramento, está claro que normalmente no se nos manifiesta de modo maravilloso, pero puede tener una profunda influencia en nuestra vida, especialmente si estamos abiertos a sus inspiraciones y permitimos que Dios actúe en el mundo a través nuestro. Ello es sumamente beneficioso no sólo para los demás, sino también para nosotros mismos, pues el Espíritu Santo produce como frutos «amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gal 5,22-23). Se podría prolongar esta lista describiendo los efectos de una vida cristiana ordinaria, en la que el amor cristiano es la raíz profunda de todos los actos y actitudes, y haciendo que, pese a su aparente sencillez, estas vidas movidas por el Espíritu alcancen la plenitud de sentido.

Pero sin embargo la Confirmación para muchos supone el final de su formación cristiana y el inicio de su alejamiento de la Iglesia. Una de las cosas buenas que casi todos, por no decir todos, tenemos, es que nos gustaría realizarnos como personas. Pero para ello tenemos que desarrollar nuestras cualidades, nuestra inteligencia y afectividad, por medio de la cultura. Pero hay muy diversas culturas y civilizaciones, no sólo en razón de las diversas historias de los pueblos, sino también en razón de los valores que se defienden.

Ante todo, hay que reconocer que hay culturas negativas. Por ello podemos hablar con toda razón de una cultura marcada por la preocupación de tener cosas, la obsesión por la satisfacción inmediata, el afán de riquezas, el hedonismo o búsqueda del placer sin tener en cuenta los principios morales, la mentalidad antivida que lleva al rechazo del hijo, al aborto y a la eutanasia, y a la que los Papas llaman cultura de la muerte. Es una cultura que renuncia a buscar la Verdad y el Bien, y piensa que no se puede adoptar ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional.

En cambio, la fe cristiana nos manifiesta que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26-27). Dios se nos manifiesta como la Generosidad Perfecta, como un Ser que se realiza a sí mismo dándose. Y si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, también nosotros nos debemos realizar de la misma manera, por medio de la generosidad y entrega a los demás. Lo principal del cristianismo es el amor, siendo nuestro problema más importante cómo realizar el amor en nuestra propia vida.

En la Última Cena Jesús nos dice: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Esta frase puede significar «morir por otros», pero también vivir la vida de cada día en favor de los demás. Jesús es nuestro modelo y nos indica por donde tenemos que ir, si queremos realizarnos como personas. No nos extrañe por ello que haya habido tanta gente que se ha propuesto en serio seguir a Jesús y ha alcanzado un alto grado de perfección humana. Pensemos en santa Teresa de Calcuta, en tantos grandes santos y en algunas personas de nuestro alrededor, que toman de su fe cristiana la fuerza para ser unas excelentes personas.

 
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