Ante la tragedia que está teniendo lugar en Venezuela, con el dictador comunista Maduro decidido a convertir a su país en una cárcel y a matar a los que se opongan, el cardenal arzobispo de Caracas, Urosa, ha advertido al tirano que tendrá que dar cuenta a Dios por todos sus crímenes. Probablemente esta advertencia no sólo no le habrá hecho efecto, sino que le habrá provocado ese tipo de carcajada brutal con que los asesinos se burlan de sus víctimas. Esta intervención del purpurado venezolano no es la primera que se produce. Él y todos los obispos de ese país han sido claros y valientes a la hora de defender la libertad de su pueblo y de condenar al régimen marxista que se quiere imponer por la fuerza. Su actitud quedará para la historia como un ejemplo de lo que la Iglesia debe hacer cuando el interés de la nación se ve gravemente amenazado. Por desgracia, hasta el momento, no ha servido de nada. Ni siquiera ha tenido efecto el llamamiento hecho por la Santa Sede, a través del secretario de Estado, cardenal Parolín, para que no se instaurara la Asamblea Constituyente que, como partido único comunista, convierte a Venezuela en una dictadura oficialmente constituida.
 
Pero, ¿de verdad no ha servido de nada la apelación de los obispos venezolanos, la del cardenal Urosa o la del Papa a través de su secretario de Estado?
 
En la historia de la Iglesia hay dos momentos opuestos en cuanto a su influencia en el poder político. Uno tuvo lugar en 1077, cuando el emperador Enrique IV se vio forzado a acudir a pedir perdón al Papa Gregorio VII ante las murallas del castillo de Canosa, donde el Pontífice se había refugiado. Allí, descalzo en la nieve, se humilló para que el Papa le levantara la excomunión que había lanzado contra él y que había dado alas a los nobles que se le oponían, haciendo peligrar su trono. El otro momento, el opuesto, tuvo lugar en 1945, en Yalta (Crimea), cuando los políticos que habían salido victoriosos de la segunda guerra mundial se repartían Europa; aunque hay versiones diferentes, Churchill habría preguntado sobre la opinión que tendría el Papa Pío XII de que varias naciones católicas quedaran bajo el poder soviético, a lo que Stalin habría contestado con otra pregunta: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”.
 
La Iglesia no vive ya en la época de la Cristiandad, cuando el Papa tenía tanto poder que podía deponer emperadores. Seguro que eso tiene consecuencias positivas, pero también algunas negativas, pues ahora vendría muy bien una rebelión en el ejército venezolano, por ejemplo, como la hubo antaño entre los nobles alemanes tras la excomunión de Enrique IV, que llevara a Maduro a la cárcel o al exilio. Más bien parece que estamos viviendo en una continuación de lo sucedido en Yalta, con una influencia en la vida pública cada vez menor, e incluso en muchos sitios totalmente irrelevante.
 
Sin embargo, esta impresión de impotencia puede ser engañosa. El oso soviético se comió naciones enteras, confiando en el poder de su ideología asesina y de sus armas. Pero al menos una de ellas se le indigestó y terminó por provocar su muerte. Me refiero a Polonia. Durante cincuenta años, los polacos resistieron. Sus iglesias y sus seminarios estaban llenos. Los fieles encontraron en la fe su fuerza y en la Iglesia el único ámbito de libertad, aunque fuera relativa, que no lograba sofocar la tiranía comunista. La Iglesia, efectivamente, no tenía tanques, pero tenía rodillas que sólo se plegaban ante el Sagrario y no ante los dictadores asesinos. Al final, las oraciones fueron más fuertes que las balas y el comunismo cayó, dejando tras de sí una estela de destrucción y odio.
 
Ese es el futuro de Venezuela. Convertirse en una nueva Polonia. Reunirse en torno al Señor para resistir. Llenar los templos y los seminarios. Doblar las rodillas sólo ante Cristo. Rezar y ofrecer al mundo el testimonio de un pueblo que no se rinde porque encuentra en Dios su fuerza y su esperanza.

 
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