Se pregunta ABC las causas del preocupante ocaso demográfico que padecemos. Hace ya casi ochenta años, en las páginas de nuestro periódico, Agustín de Foxá observaba que «en Francia, en Escandinavia, en Inglaterra ya no hay chicos por las calles», en un momento en el que España todavía parecía un inmenso jardín de infancia. Y se atrevía a lanzar este diagnóstico: «El hombre se queda aislado y egoísta. Al perder la fe religiosa, se desconecta con el innumerable pueblo de sus muertos. Al limitar la natalidad, corta todos sus lazos con las generaciones futuras, con los ingentes mundos de los 'no nacidos'. Sólo, fijo en el presente, ya no mira hacia el ayer ni hacia el mañana».
Los pueblos que dimiten de la procreación son pueblos, en efecto, absortos en su presente terminal, como Narciso estaba absorto en la contemplación de su reflejo, mientras se consumía. Chesterton se sublevaba cuando oía «que se impiden los nacimientos porque la gente desea estar libre para ir al cine o comprar un tocadiscos», porque consideraba que a través de estos actos la gente no hacía sino encadenarse al capitalismo, el «más servil y mecánico sistema que haya sido tolerado por los hombres». Chesterton consideró que el capitalismo, para prosperar, necesitaba imponer el antinatalismo; pues no podía imponerse sin modelar personas que prefieran «la última, torcida, indirecta, copiada y muerta creación de nuestra agonizante civilización capitalista a la realidad que supone el único rejuvenecimiento verdadero de cualquier civilización».
Pero nosotros nos hallamos en el ocaso de una civilización. El capitalismo tuvo la habilidad de hacerle creer a la gente que era mejor disfrutar de sus birrias repetidas y muertas –un cochazo, un pisazo– que procrear… Y al final ha conseguido que la gente no procree y se conforme con un patinete y un cuchitril. Y es que el capitalismo, como nos recuerda Hayek, tiene hecho su «cálculo de vidas»; y para consolidarse necesita que la gente se deshaga de las vidas excedentes, renunciando a la procreación, para que los salarios bajen hasta un nivel mínimo, según preconiza la ley de bronce de los salarios de David Ricardo. Era importante hacer infecunda a la gente, con la promesa de un cochazo y un pisazo; pues, cuantos menos hijos tiene, la gente se conforma con salarios más bajos y lucha con menos ardor por una existencia digna, conformándose con vivir en un cuchitril y con viajar en patinete (y, además orgullosísima de estar contribuyendo a salvar el planeta).
Para quebrar esta tendencia (que no es sino aquel perpetuo odio que la descendencia de la antigua serpiente profesa a la descendencia de la mujer) hace falta una esperanza que dé sentido a nuestra vida y a nuestra Historia. Y esa esperanza sólo se puede recuperar elevando la vista al cielo. Sólo los pueblos fecundos elevan la vista al cielo; los pueblos estériles, aislados y egoístas se miran el ombligo, mientras se dejan consumir.