Normalmente, cuando pensamos en un reino de cualquier tipo, lo que nos viene a la mente son castillos con torres fortificadas y murallas defensivas o fastuosos palacios llenos de sirvientes, costumbres elaboradas, fiestas fastuosas, comida exquisita y nobleza digna.
Solemos asociar estas imágenes con alguna forma de organización jerárquica, encabezada por un gobernante sentado en un trono, con una corte reunida a su alrededor, con toda una serie de relaciones, dependencias y subordinaciones mutuas que se dan entre las personas en el poder. En otras palabras, la monarquía en su aspecto positivo o negativo.
Podemos hablar de la dimensión positiva de la monarquía cuando el gobernante que imaginamos es ideal: moralmente perfecto, justo, pacificador, misericordioso y, al mismo tiempo, fuerte, que proporciona una sensación de seguridad y poder. Entonces, también, las relaciones interpersonales que prevalecen en el reino están moldeadas por el ejemplo del gobernante y de acuerdo con su voluntad.
Por supuesto, esta imagen del reino no es posible aplicarla en la tierra. Es más bien una utopía, el resultado de nuestros sueños y deseos ocultos. De hecho, la historia nos ha dado repetidamente ejemplos de más bien lo contrario: imágenes más o menos negativas de monarquías basadas en gobernantes poco fiables y defectuosos y en relaciones interpersonales llenas de intrigas cortesanas.
El Reino de Dios
Tal vez por eso seguimos anhelando tanto el ideal sentado en el trono de oro. No sólo nosotros, por cierto. En la época de Jesús, este anhelo era aún más fuerte.
No sólo porque en aquella época eran comunes diversas formas de sistemas monárquicos, sino también porque los israelitas esperaban un salvador poderoso y político que derrotara a los ocupantes romanos y estableciera un reino de Israel viable e imperecedero, en el que gobernaría para siempre de forma perfectamente justa. Esta era precisamente su imagen del Mesías.
No es sorprendente que el tema de la proximidad del reino de los cielos, o reino de Dios, esté en el centro de las enseñanzas de Jesús desde el principio. Jesús lo menciona con frecuencia y en diversos contextos, pero cuanto más habla, más evidente se hace que lo que quiere transmitir difiere no sólo de las ideas de sus compatriotas de la época, sino también de nuestras fantasías de pensamiento feudales sobre el tema.
No se trata de palacios
Un ejemplo destacado a este respecto lo encontramos en dos parábolas contiguas que, según el relato de San Mateo, Jesús dirigió a la multitud que le escuchaba, enseñando en qué consistía realmente el reino que había anunciado.
La primera es la parábola del tesoro, la segunda la parábola de la perla. El concepto: βασιλεία τῶν οὐρανῶν (basileia tōn ouranōn) -el reino del cielo o, para ser más precisos, el reino de los cielos- aparece en ambas parábolas en un contexto concreto.
En la primera, Jesús compara este reino con un tesoro escondido en un campo, que cierto hombre encuentra y, en consecuencia, vende todo lo que tiene para poseerlo (Mt 13,44). En el segundo, el reino de los cielos es el hombre mismo (esta vez un mercader) que, habiendo encontrado una perla preciosa, vende todo para comprarla.
Jesús no habla, pues, de palacios, honores, jerarquía o corte. No está construyendo ninguna estructura feudal utópica. En cambio, señala dos aspectos que definen la forma más profunda del reino de los cielos: el valor y la actitud hacia él.
El valor (el tesoro, la perla) es Dios mismo, que en Jesús se pone a nuestra disposición, se nos ofrece con todo su amor. La actitud es nuestra respuesta a este don: una decisión radical de elegirle, de seguirle, de aferrarnos a Él y de someterle toda nuestra vida.
No es de extrañar. El reino de Dios, el reino de los cielos no es un lugar en la tierra o en el más allá; es un estado - una relación entre el hombre y Dios- que comienza en nuestra mortalidad y continuará en la eternidad. Y todos nosotros, sin excepción, estamos invitados a él.