En la parábola del administrador infiel, Jesús tiene esta frase «Los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz» (Lc 16,8). Creo que el sentido de esta frase es bastante claro: «Discípulos míos, espabilad y no seais idiotas».
 
Recientemente he leído una noticia cuyo titular dice, no se puede decir reza, porque en este caso no pega: «La Unesco publica un informe que pide adoctrinar con contenidos LGTB en todos los colegios del mundo». Por su parte Hillary Clinton nos promete, con una promesa nada tranquilizadora: «Hay que obligar a las religiones a cambiar sus dogmas», mientras que en España los diputados y senadores votan por unanimidad el aborto y las leyes de ideología de género, porque los poquísimos que todavía respetan su conciencia y no se presentan a votar, saben que no van en las listas siguientes y que su carrera política ha terminado. Y no nos olvidemos de lo sucedido en el Parlamento de la Región de Madrid y de bastantes otras Comunidades Autónomas, donde se prohíbe a los homosexuales intentar llegar a la heterosexualidad, se castiga severísimamente a los médicos que buscan echar una mano a quien se lo pide, cuando cada vez hay más casos en todo el mundo de gente que logra superar su problema y un conocido proverbio filosófico dice: «contra el hecho no valen argumentos». Además se ponen las bases legales para una futura persecución religiosa contra los católicos y se pretende prohibir a los colegios enseñar la doctrina católica en defensa de la vida y de la familia, porque tienen que enseñar la anticristiana e inmoral ideología de género. Cristo nos dice. «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13), y como se obliga a nuestros parlamentarios a elegir entre Cristo o el Partido, escogen al Partido, que les es más rentable. Como dice el Papa Francisco, detrás de todo esto está la pezuña del Diablo.
 
Ante esta situación, ¿qué podemos hacer? Por supuesto rezar, pero también hacer uso de nuestra legítima libertad de expresión, mientras estos parlamentarios, con un talante democrático bastante dudoso, no nos lo impidan. Elevemos nuestra voz, porque cuando a uno le pisan lo peor que pueden hacer es estarse calladito, porque con ello lo único que consigue es animar al otro a que siga cometiendo atropellos y que sepan que no estamos de acuerdo, y desde luego, aunque sigamos siendo personas educadas, que conozcan que se están ganando a pulso nuestro no aprecio.
 
Por ello, me ha hecho entre gracia e ilusión que los diputados que han seguido a Pedro Sánchez, con los que por supuesto políticamente no estoy de acuerdo, se hayan acordado de que existe una cosa que se llama objeción de conciencia y que forma parte de la libertad de conciencia, que es un derecho humano fundamental expresado en el artículo 18 de las Declaración de Derechos Humanos de la ONU de 1948. Lástima que no hayan tenido esa misma delicadeza cuando se hablaba del abominable crimen del aborto o de las barbaridades de la ideología de género.
 
Por cierto sobre la conciencia hay un texto que se considera ya clásico y que es el número 16 de la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes» del Concilio Vaticano II: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad».

 
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