El concepto cristiano de pecado sólo es posible entenderlo a la luz de la Encarnación de Cristo.

Jesús trata en los Sinópticos de quitar a sus contemporá­neos su concepción legalista del pecado, indicándoles por el contrario el corazón como la sede de la vida moral (Mt 15,18-19; Mc 7,19-23), donde reside la raíz del mal y donde se toman las decisiones fundamentales (Mt 5,28; 6,21; 12,34; Mc 7,14-23), siendo la incredulidad el verdadero pecado (Mc 3,28-30; Lc 3,10-16), así como la ausencia de amor hacia el hermano necesitado (Mt 25,31-46). En la parábola del hijo pródigo se ve qué es para Jesús el pecado: impiedad, alejamiento de Dios y de la casa paterna, que repercute en una vida mundana y en placeres inmun­dos. En ellos Cristo repite la predicación de Juan sobre la proximidad del reino de los cielos (Mt 4,17), exigiendo por ello el cambio de costumbres, es decir la observancia de su Ley (cf. Mt 5,17-7,29) y la adhesión interna a Dios (Lc 11,42). Para Jesús con Él irrumpe en la Tierra el Reino de Dios y se cumple la promesa divina, proclamada a través de los profetas, de salvar a su pueblo, siendo inseparable la actividad salvífica de Dios de la Persona y actividad de Jesús.

Jesús llama a los pecadores a la fe y les llama porque es misericordioso, estando la gran novedad evangélica en el ofrecimiento del perdón. Los ejemplos que nos pone Jesús, sacados de la vida cotidiana, tienen como finalidad hacernos comprender que es Dios quien da el primer paso. Por ello la conversión cristiana es sobre todo un acto de fe, un proclamar nuestra confianza en la bondad y misericordia de Dios, que se nos manifiesta por medio de Jesucris­to.

Otra novedad de Jesús está en que mientras la conversión predicada a Israel es una vuelta hacia sus orígenes y a la Alianza con Dios, el arrepentimiento en el Nuevo Testamento es un cambio radical con la apertura a una existencia nueva en la que nos hacemos discípulos de Cristo al aceptar por la fe su Evangelio. Convertirse y creer, tal es la respuesta fundamen­tal del cristiano: conversión libre como acto y actitud, apoyada en la Igle­sia. Hay por ello relación entre fe y peniten­cia, siendo fe y conversión la actitud a adoptar, si bien no como algo pasivo, pues Jesús quiere que le sigamos y le anunciemos: «entonces se fueron y predicaban la conver­sión»(Mc 6,12).

En el episodio de Simón el fariseo y la pecadora (Lc 7,36-50) el amor que ésta demuestra a Jesús es un signo que «sus muchos pecados le han sido perdonados»(7,47). Es la experiencia del perdón la que da a la pecadora la fuerza de amar, habiéndola cambiado el perdón, mientras que Simón no cambia en absoluto, porque no se arrepiente ni en consecuencia es perdonado. La pecadora con su gesto de perfumar los pies de Jesús indica a la vez su pecado y la superación de su pecado por el amor.

También la vida de Zaqueo cambió radicalmente (Lc 19,1-10), en virtud de la experiencia de perdón que le aportó la aceptación de Jesús, experiencia que le condujo a la conversión.

Y cuando los fariseos le citan el ejemplo de los discípulos del Bautista, que ayunan con frecuencia y se acercan así al ideal de santidad moral, Jesús replica que ha venido a llamar no a los justos sino a los pecadores al arrepentimiento (Mt 9,13), y es que amor y perdón van unidos.

Aunque Cristo denuncia el pecado y no duda en increparlo enérgicamente (Mt 7,5 y 15-20; 12,33-34; Lc 6,24-26), Él es su Redentor y quien viene a perdonarlo. Ya a San José se le dice: «Le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados»(Mt 1,21). Cristo es el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»(Jn 1,29), frase de S. Juan Bautis- ta sólo comprensible si recordamos que entre los ritos de expiación del Antiguo Testamento estaba el sacrificio de animales por los pecados del mundo4. No vino «a llamar a los justos, sino a los pecadores»(Mt 9,13), da su sangre «para la remisión de los pecados»(Mt 26,28), tiene derecho a perdonar los pecados (Mt 9,6; Mc 2,9; Lc 4,18) y establece el bautismo para ello (Hch 2,38), concediendo a los Apóstoles y sus sucesores el poder de perdonar­los (Jn 20,22-23). Jesús viene a reclamar para Dios lo que es legítimamente suyo y que la potestad diabólica usurpaba, rompiendo para ello el dominio de Satanás que tenía sujeta a la humanidad entera (Rom 1,18-3,30), siendo en su crucifixión y resurrec­ción derrotados pecado y muerte. Se realiza así el plan de salvación de Dios sobre la humanidad: «por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida» (1 Cor 15,22).

De tal modo es así, que hay una serie de textos en el Nuevo Testamento que parecen excluir la posibilidad del pecado: «consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11); «todo el que permanece en él no peca»(1 Jn 5,18), aunque desde luego el Nuevo Testamento no se hace ilusiones sobre la ausencia del pecado en los cristianos: «si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no seremos sinceros»(1 Jn 1,8); «si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra»(1 Jn 1,10).


 
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