En enero de 1998, acompañé a San Juan Pablo II en la visita que hizo a Cuba, como enviado especial del diario ABC. Fue un momento inolvidable por muchos motivos. Uno de ellos fue la conversación que mantuve con un católico de ese país que estaba extasiado viendo cómo habían colocado en la Plaza de la Revolución de La Habana, donde se iba a celebrar la gran misa con el Papa, una gigantesca pancarta del Sagrado Corazón, sin haber retirado la que habitualmente adornaba la plaza, la del Che Guevara.

Aquel hombre me contaba el viaje que había hecho en su casa, y en la de tantos otros cubanos, la imagen del Sagrado Corazón que su familia tenía. De presidir el hogar en la entrada del mismo, había pasado a una habitación interior, para luego ser introducida en la intimidad de un dormitorio y terminar escondida en un armario. En ese hogar, por supuesto, no se colocó el lugar prominente una foto del Che o de Fidel, pero en las calles y plazas si se hizo. Se sustituyó una imagen del Dios verdadero que murió perdonando a sus enemigos, por la imagen de personas que tenían sus manos manchadas de sangre de personas inocentes. Se sustituyó la fe en el redentor por la fe en los dictadores. Fue Chesterton el que dijo que cuando el hombre no cree en Dios es capaz de creer en cualquier cosa. Siempre ha sido así, porque necesitamos creer en algo o en alguien. Y cuando no creemos en el Dios verdadero, creemos en el dinero, en el sexo, en el poder o en un hombre que aparece revestido de poder porque tiene ideas revolucionarias y un arma en la mano.

Todo esto lo cuento a propósito de las palabras del Papa en una entrevista concedida a la revista católica francesa “La Croix”. El Santo Padre afirma que el Estado tiene que ser laico porque los Estados confesionales acaban mal. Tiene razón el Papa y estoy totalmente de acuerdo. Sólo me gustaría saber si existe algún Estado laico, en el que se respete escrupulosamente la separación entre la religión y el Estado, en el que el estado colabore con la religión por el bien común, en el que el Estado no pretenda que la religión bendiga sus políticas, las que sean, y como consecuencia no amenace a la religión cuando ésta se niega a hacerlo. El Estado laico, cada vez más, se está convirtiendo en una figura teórica, en una idea sobre un papel, que no existe en la práctica. Del Estado laico se pasa rápidamente al Estado laicista, en el que se ataca a aquella o a aquellas religiones que no aceptan lo políticamente correcto. A veces esa persecución es más dura y evidente, como en Venezuela por ejemplo, y otras veces es más sutil, como en tantos países occidentales está sucediendo al no querer la Iglesia aceptar la ideología de género. El Estado laicista es en realidad un Estado confesional que se torna agresivo hacia la religión que no coincide con la suya. Puede ser que confiese la religión marxista o puede ser que confiese la religión de género, pero es confesional y es agresivo. Como en Cuba, que cuando desapareció el Sagrado Corazón se puso la imagen del Che, porque siempre tiene que haber una imagen, así ahora, cuando se ataca a la Iglesia porque ésta predica lo que enseñó Jesucristo se pone en su lugar o bien a personas que son deificadas, como sucede con algunos políticos a los cuales se les brinda una auténtica adoración por parte de sus seguidores, aunque sea evidente que son unos dictadores -Pablo Iglesias en España-, o bien a ideologías en cuyo nombre se persigue a los que disienten. El Estado laico, si alguna vez existió, ha muerto. En su lugar reina la dictadura del relativismo, más o menos sangrienta de momento, pero dictadura al fin. Ante ella sólo cabe pedirle a Dios la fuerza para afrontar el martirio.

 
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