Con mucha frecuencia recibo correos de personas alarmadas por lo que está sucediendo en la Iglesia, sobre todo tras la publicación de la Amoris laetitia. En realidad, hay pocas cosas nuevas, pero si antes se hacían con discreción ahora se hacen a plena luz e incluso con prepotencia.
De Argentina es de donde más me escriben contándome casos dramáticos, como el de un sacerdote al cual su director espiritual, con apoyo del obispo, le ha acusado de no querer amar a los hijos de Dios por no aceptar dar la comunión a los divorciados vueltos a casar. Este mismo sacerdote me decía que de 150 presbíteros que son en su diócesis, apenas 10 se esforzaban en interpretar la Amoris laetitia con una hermenéutica de continuidad, mientras que el resto habían optado abierta y públicamente por la hermenéutica de ruptura. Uno de los casos más llamativos que me han contado es el de una diócesis del norte de África, donde un feligrés, divorciado varias veces y convertido oficialmente al Islam para casarse con una musulmana, va a misa y comulga, sabiendo perfectamente los sacerdotes cuál es su situación.
Supongo que los casos que a mí me llegan y los que leo en los periódicos digitales no son ni mucho menos los únicos. Cada uno de ellos es una tragedia por lo que representa de ofensa al Señor y de desmoronamiento de la Iglesia, que está dejando de ser “una” al dejar de confesar el mismo dogma y aplicar la misma pastoral. El problema, por lo tanto, no es menor y temo que la confusión va a ir aumentando.
Dicho esto, sin embargo, me parece justo poner las cosas en su sitio. ¿Cuántas diócesis católicas hay en el mundo y en cuántas se está leyendo la Amoris laetitia con una hermenéutica de ruptura? ¿Cuántos obispos o Conferencias Episcopales se han manifestado a favor de dicha hermenéutica? Incluso entre los sacerdotes, donde siempre han abundado los “permisivos”, ¿se puede decir que éstos sean mayoría?
Miremos la situación desde otra perspectiva. Antes, muchos en la Iglesia ocultaban sus verdaderos sentimientos porque si querían hacer carrera no podían ir en contra de lo que venía de Roma, donde estaban San Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora éstos están crecidos y salen a la luz, creyendo -insisto que equivocadamente- que el Papa está a su favor. Es triste que esto suceda, pero tiene algo de bueno: hoy sabemos quién es quién, mientras que antes estábamos equivocados. A la vez, ahora los que defienden la verdad de Cristo se sienten perseguidos y acosados en la propia Iglesia, pero aun así perseveran; esto es muy bueno, porque se pone de manifiesto quiénes son los que quieren ser fieles al Señor aun a costa de su carrera. Siguiendo las viejas enseñanzas de Sócrates, ¿no es mejor conocer la realidad, aunque sea dura, que vivir engañados? Hemos vivido engañados durante décadas y muchos de los que han ocultado su verdadero pensamiento han llegado, gracias a eso, a ocupar cargos muy importantes en la Iglesia. Ahora todo está saliendo a la luz y eso es buenísimo, porque sólo así se podrá purificar la Iglesia. No hay que rendirse, ni desanimarse, ni perder la esperanza. El trigo y la cizaña ya se pueden distinguir y no tardará en llegar la hora de la cosecha.