La sequía se hace larga. La guerra no termina. Los precios suben semana tras semana. Quiebran bancos y empresas. El paro aumenta cada semestre.


Frente a noticias que oscurecen el horizonte, esperamos buenas noticias que enciendan un poco de esperanza.


Esperamos la noticia de una borrasca que traerá lluvias generosas, la noticia del inicio de conversaciones de paz, la noticia de un reajuste de los precios hacia abajo.


Sabemos, sin embargo, que las buenas noticias no siempre llegan, o llegan tarde, o llegan no como habíamos esperado.


Entonces se produce un extraño desasosiego. Parece que los problemas tienen una fuerza terrible, y que las opciones de mejoras están lejos.


A pesar de que las buenas noticias no llegan, las necesitamos. Porque la vida se hace gris si las dificultades aumentan, si el hambre se asoma amenazadoramente en el horizonte, si la enfermedad empeora por semanas.


Sabemos que nuestros deseos parecen muy frágiles para cambiar la marcha de los hechos. Esperar buenas noticias no basta para que se produzcan.


Pero también podemos tener encendidas esperanzas humanas que sostengan nuestros buenos esfuerzos y nos impulsen a promover belleza y justicia a nuestro alrededor.


Eso, desde luego, no es suficiente. Por eso, nos abrimos a la verdadera esperanza, la que reconoce la existencia de un Dios bueno que ya ha intervenido en la historia humana.


Porque la respuesta a la larga lista de sufrimientos y males de la humanidad fue dada cuando el Hijo del Padre se encarnó en la Virgen María, cuando murió y resucitó “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”.


Esa es la “gran esperanza” del cristianismo, como recordó Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi. Esa es la verdadera buena noticia que nos sostiene y anima ante cualquier situación humana, con la certeza de que el Señor un día volverá como premio para quienes se dejaron amar y aprendieron a amar con alegría...

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