El día 15, el Papa ha presidido un consistorio que ha decretado la canonización de la beata Teresa de Calcuta. El milagro que ha hecho posible esta canonización se aprobó el pasado diciembre y la canonización tendrá lugar el próximo 4 de septiembre. La Madre Teresa ha intercedido, después de fallecida, para que ocurrieran varios milagros, pero los más numerosos fueron los que hizo en vida.
Desde que comenzó a recoger mendigos y moribundos en las calles de Calcuta en 1948, hasta que murió en 1997, cientos de miles de seres humanos se beneficiaron de su amor. Muchos murieron en paz, tratados como seres humanos y no roídos por las ratas o picados por los cuervos en la calle, mientras aún seguían vivos. Otros muchos pudieron nacer gracias a ella y encontrar un hogar digno, como consecuencia de la campaña que lanzó para frenar el aborto, con aquel lema tan claro como impactante: “No lo mates. Dámelo a mí”. Y otros pudieron sobrellevar su sufrimiento o su soledad, como los ancianos recogidos en los asilos o los enfermos de sida atendidos en sus centros. La obra de las Misioneras de la Caridad, que es la congregación fundada por ella, ha sido y es un ejemplo de cómo actúa la Iglesia en el campo de la solidaridad. Ellas están realmente entre los más pobres de los pobres y viven como los pobres. El último ejemplo de esto son las monjas asesinadas hace unos días por fundamentalistas islámicos en Yemen, mientras cuidaban a un grupo de ancianos, algunos de los cuales también murieron.
Pero todo esto es siempre la periferia de la persona -importante, no cabe duda-, que puede quizá ocultarnos su alma, lo que hay dentro de ella. La propia Teresa, aunque no era muy dada a hablar de sí misma, lo cuenta: “Por sangre y origen soy albanesa. Por mi vocación pertenezco al mundo entero pero mi corazón pertenece por completo a Jesús”. Ella era toda de Jesús y era por Jesús que hacía todo, absolutamente todo. No era una activista social, ni siquiera una persona extraordinariamente generosa y valiente. Era una monja, una consagrada a Dios. Dicen que en una ocasión, un millonario norteamericano visitó uno de sus hogares y la vio a ella y a las monjas trabajar con los moribundos; al despedirse le dijo: “Lo que usted hace, yo no lo haría ni por todo el oro del mundo”, a lo que ella contestó: “Ni yo tampoco”.
Ni por todo el oro del mundo, pero si por algo que no se puede comprar con el oro: el amor a aquel, Cristo, que la había amado primero. El amor al Amor. El amor a un Dios hecho hombre y que se había quedado presente en el hombre que sufre. Pero, ¿cuál fue la respuesta de Cristo a esa entrega tan radical y completa? Se podría pensar que la Madre Teresa pasó los casi setenta años que duró su vida consagrada -desde que ingresó con las monjas de Loreto hasta que falleció- en medio de éxtasis permanentes, gracias místicas y arreboles de felicidad; se podría pensar que con frecuencia el Espíritu Santo descendería sobre ella no sólo para iluminarla sino para herirla con aquella flecha bruñida de la que hablaba la primera de las Teresas, la de Ávila, y que hiere interna y dulcemente. Se podría pensar que tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto sufrimiento debería tener una compensación que lo hiciera más fácil. Pues no fue así. Confieso que para mí fue una gran sorpresa saber, por las cartas de ella que fueron publicadas hace algunos años, que después de los momentos iniciales la Madre Teresa vivió una cierta sequedad espiritual, a pesar de ser una mujer de oración asidua y abundante. Y confieso también que ha sido esto precisamente lo que la hizo realmente grande ante mis ojos. Ella estaba con los pies en el barro en el que viven los pobres, pero lo estaba en el doble sentido. Primero, porque era pobre entre los pobres y como los pobres. Segundo, porque no experimentaba -lo cual no significa que no recibiera- mimos y caricias de Aquel por quien lo estaba dando todo. El Señor la quiso de verdad pobre, hasta el punto de privarla de consuelos místicos. Y ella lo aceptó por amor a Él, también incluso cuando no entendía porque pasaba eso y hubiera querido otra cosa.
La Madre Teresa pronto será santa. Démosle gracias a Dios por ello. Pero no reduzcamos su testimonio a la caridad hacia los necesitados. Además de eso hubo otra cosa, además estuvo el alma que entregó a Cristo y que el Señor aceptó compartiendo con ella el tesoro de su abandono en la Cruz. Fue, con él, por Él y como Él, completa y auténticamente pobre entre los pobres. Por eso ella es santa.