Una de las notas distintivas (y constitutivas) de la Iglesia es su amplitud de miras, fundada en la pluralidad de carismas que Dios concede a sus miembros. Así, por ejemplo, han podido convivir el ascetismo franciscano, que predica el repudio de los bienes de este mundo, con el realismo jesuítico, que levanta ciudades y se adentra en los palacios ad maiorem Dei gloriam.

 

Toda la historia de la Iglesia es un refrendo de esta convivencia de carismas en apariencia contrapuestos, que no son reflejo de ortodoxia y heterodoxia, sino expresión fecunda de una esencial amplitud en la que, cuando surgían las desajustes, el Magisterio intervenía impidiendo el enfrentamiento y custodiando siempre la doctrina inalterable de la Iglesia. Por supuesto, esta esencial amplitud de la Iglesia, acorde con la pluralidad de carismas que en su seno florecen, no puede conducir a una amalgama artificiosa o totum revolutum en el que convivan propuestas contradictorias.

 

La razón de ser de la Iglesia es, desde luego, conducirnos al cielo; pero, puesto que desarrolla su labor en el mundo, no puede permanecer al margen del mundo. Sin entregarse a las dinámicas mundanas, tiene que entrar en diálogo con cada época y con cada cultura, para ofrecerle el Evangelio. Pero este necesario diálogo con el mundo no puede incluir concesiones sobre la doctrina; por encima del diálogo se halla el Logos. La Iglesia no puede convertir las verdades de la fe en un discurso hipotético y problemático. Y, desde luego, debe fomentar una comunidad eclesial en la que todos participen; pero aportando cada uno su propio carisma, no aportando su opinión sobre todo. Pues la misión de la Iglesia no es convertirse en un barullo o pandemónium, al estilo de un plató televisivo donde una menestra de tertulianos ofrece sus opiniones encontradas.

 

Nuestra época pretende que todas las opiniones son igualmente válidas y “respetables”. Pero los diálogos sostenidos sobre esta premisa degeneran, inevitablemente, en una mayor oscuridad; y su eficacia persuasiva se sustituye por un “discusionismo” kafkiano, cuyos resultados los contemplamos cada día, en una sociedad que dialoga mucho pero no logra entenderse casi nunca. La Iglesia no puede asumir estos métodos, que no harían sino enfangarla en un enjambre de proposiciones contradictorias.

 

Amparando los carismas que florecen en su seno, la Iglesia debe aceptar con amplitud ideas distintas, siempre que formen un conjunto coherente; pero no debe amparar ideas que, por hallarse en contradicción con la doctrina, la destruyen. Tal vez en un plató televisivo puedan coexistir lo verdadero y lo falso, para dar más morbo al barullo; pero en el seno de la Iglesia no pueden coexistir términos contradictorios.

 

El diálogo intraeclesial, al igual que el diálogo de la Iglesia con el mundo, solo puede darse cuando existe un principio común que las partes coloquiantes aceptan; y a partir del cual pueden desarrollarse, a través de las palabras o razones, argumentos que limen asperezas. No existiendo tal principio común, el diálogo deviene improductivo (lo que popularmente se denomina “diálogo de besugos”), porque quienes en él participan rechazarán inevitablemente toda propuesta que se pretenda construir sobre el principio que repudian; o en todo caso, se alcanzará un acuerdo ominoso, en el que la verdad y la mentira forman una albóndiga intragable. Un diálogo, pongamos por caso extremo, entre alguien que justifica el asesinato en todos los casos y alguien que en todos los casos lo condena no puede resolverse en la justificación del asesinato en determinados casos, o bajo tales o cuales circunstancias; pues tal diálogo es más odioso que la misma guerra.

 

 

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