Idealmente, las leyes tienen sentido porque defienden a los débiles, porque promueven bienes esenciales para la gente, porque garantizan el ejercicio de los derechos fundamentales, porque asumen peticiones buenas que surgen del pueblo.

La realidad, sin embargo, está muy lejos del ideal. Porque hay leyes que son aprobadas por mayorías que buscan intereses particulares, o por presiones de grupos de poder que controlan la prensa y el flujo de dinero.

Así, un parlamento puede aprobar una ley que aumenta impuestos en productos básicos para que el gobierno pague deudas causadas por su pésima gestión y, por desgracia, para subir el salario (ya muy alto) de algunos funcionarios públicos.

O puede aprobar otra ley que, sin basarse en necesidades y peticiones de la gente, permite el uso de drogas que, a la larga, provocarán grandes daños en las personas concretas y en miles de familias.

O puede ceder a las presiones ideológicas de un partido dominante para imponer a la sociedad una férrea censura que impide criticar al gobierno y ahogue el sano debate en la sociedad sobre temas en los que vale la pena escuchar opiniones diferentes.

A pesar de que existen tantas leyes basadas en presiones, intereses, ideologías, o incluso en caprichos de gobernantes que buscan ocultar sus escándalos personales, los parlamentarios que aprueban esas leyes buscan presentarlas como un bien para la sociedad.

Esa actitud hipócrita y desleal que lleva a presentar como justo y conveniente lo que es injusto y dañino, implica un reconocimiento más o menos implícito de que la ley necesita sostenerse en principios válidos y en la búsqueda del bien común.

Por eso, tantas leyes injustas son defendidas con excusas que las hagan parecer como necesarias en este momento del país, o por exigencia de mayorías difícilmente constatables, o simplemente por el hecho de que “la gente ha elegido este parlamento y por eso lo que decide es correcto”.

En realidad, solo es correcta una ley cuando se basa en la justicia, cuando busca tutelar a los más débiles, cuando castiga adecuadamente la corrupción, cuando garantiza tanto la iniciativa privada como la necesaria protección de los trabajadores.

El mundo ha sufrido y sufre por tantas leyes hechas por poderosos (dictadores o parlamentos, grupos de poder y manipuladores de la opinión pública) que buscan imponer sus intereses mientras provocan graves daños para personas concretas y para toda la sociedad.

Frente a todo el dolor causado por leyes inicuas, los hombres y mujeres que amen la justicia sabrán oponerse a esas leyes con medios adecuados, también con la objeción de conciencia, al mismo tiempo que promoverán otras leyes que busquen, realmente, garantizar el bien común y proteger los derechos fundamentales de todos.

 

 

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