Al tomar decisiones, podemos hacerlo en solitario, como quien asume la responsabilidad de lo que escoja y de sus consecuencias.
Podemos hacerlo también con otros: un familiar, un buen amigo, un compañero de trabajo. En parte, la responsabilidad queda “dividida” entre nosotros, aunque al final cada uno sabe que la decisión es suya.
Podemos, finalmente, tomar nuestras decisiones con Dios. Es decir, escoger si hago o no hago este viaje, si respondo o no respondo este mensaje, a partir de una oración sincera a Dios.
Porque es Dios quien explica el inicio de mi existencia, en un día más o menos lejano del pasado, con las raíces de una familia concreta y una cultura que tanto influye es mí.
Es Dios quien explica mi presente. Como enseñaba san Pablo, antes de citar a un autor pagano, “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Todo lo que me ocurre está en sus manos.
Dios, sobre todo, da sentido a la vida en cuanto es meta y encuentro definitivo: hemos nacido para Él, lo que hacemos o dejamos de hacer nos orienta al día de nuestra llegada ante Su presencia.
Como experimentamos tantas veces, tomar las decisiones con Dios no suprime mi responsabilidad, pues sabemos que nos ha hecho libres, y eso nos permite acogerle o rechazarle.
Sin embargo, esa libertad, que nos da la opción de escoger entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre la felicidad y la desgracia (cf. Dt 30,15-20), es la llave con la que cada uno puede realizar plenamente la vocación más hermosa: la del amor.
Ese amor es, en el fondo, la realización plena de todas las decisiones buenas, pues nacen de la experiencia de saberme amado por Dios, de vivir en Su presencia, y así me llevan a acercarme cada día a Él y a mis hermanos.