Estuve en casa de unos amigos y el hijo más pequeño, apenas me vio, me hizo esta pregunta: "¿Nosotros descendemos de Dios o de los monos?". Le contesté que nosotros hemos sido creados por Dios, pero él añadió: "Es que en el colegio me dicen que desciendo de los monos, y la verdad es que a mí me gustan mucho las bananas, pero yo no me siento mono". Entonces le expliqué que lo más hermoso es descubrir que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios; y si Dios es amor, esto quiere decir que hemos sido creados para amar. Él se me quedó mirando y me dijo: “Yo no amo mucho a mi hermano… porque él siempre toma mis juguetes; ¿entonces, no me parezco a Dios?”. Me reí y le dije que no se preocupara, que Jesús nos regala el poder amar si se lo pedimos de corazón, y cuando amamos, nos alegramos porque vivimos algo mucho más grande que excede nuestras capacidades y así, amando, nos asemejamos a Dios.
De todo lo que el niño me trajo a la reflexión rescato una verdad: “Yo no amo mucho”. Está muy claro que el hombre, por miedo a sufrir, siempre se defiende; no logra amar, se encierra en sí mismo, quedándose profundamente solo. Precisamente por esta razón, necesita experimentar una fuerza que sea capaz de romper sus límites, permitiéndole vivir su vida plenamente.
La Eucaristía es justamente aquel evento a través del cual podemos tener un encuentro real con Dios y así conocer y experimentar la ternura de Su amor. Esto explica por qué este acontecimiento maravilloso comienza con el beso del altar, al cual sigue el gesto de persignarse diciendo simultáneamente con los fieles: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, lo cual quiere decir que estamos entrando en un evento que se vive “En el” nombre de la Santísima Trinidad.
Pero ¿qué es la Trinidad? Es Dios mismo, es una perfecta relación de Amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Entre ellos existe una continua y total donación del uno al otro que les permite ser uno solo. Por esto, pronunciar el Nombre de Dios es hacer presente Su identidad más profunda: Amor perfecto e infinito.
¿Y cómo pudimos comprender esto? Porque nos lo ha revelado Jesucristo muriendo en la cruz. Él se ha vaciado de sí mismo y se ha donado, entregándose completamente por todos nosotros. Esto explica por qué nos persignamos cuando pronunciamos el Nombre de Dios. Es como si dijéramos: “Dios es amor perfecto del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y se ha hecho presente a través de Su muerte en la cruz”.
Iniciar la Santa Misa haciendo el signo de la cruz y diciendo “En el nombre…”, significa entonces que estamos viviendo un acontecimiento que nos introduce en aquella relación que es Dios mismo, que se nos revela como Amor, y así nos muestra que solo gracias a su perdón, nosotros logramos realizarnos y amar a los demás.