En la película de los años 90 City Slickers hay una escena que arroja luz sobre cuán importante es la integridad personal. Tres hombres, neoyorquinos e íntimos amigos, se han ido juntos un verano a cabalgar con la esperanza de que esta experiencia les ayude a resolver los problemas que afrontan en sus vidas de adultos.
En cierto momento del trayecto, discuten sobre la moralidad de tener una aventura sexual. Al principio, su conversación se centra sobre todo en el miedo a ser descubiertos, y dos de ellos coinciden en que no merece la pena arriesgarse. Es demasiado probable que te pillen. Pero uno de los amigos vuelve a plantear la cuestión, esta vez preguntándoles si tendrían una aventura teniendo la absoluta seguridad de que no les pillarían: "Imagina", les dice, "que aterriza una nave espacial de la cual desciende una hermosa mujer. Tienen sexo y ella regresa a Marte. No hay consecuencias. Nadie puede saberlo. ¿Lo harías?".
Billy Crystal -quien interpreta el rol protagónico-, manifiesta que aun así tendría dudas. "Siempre te pillan", afirma y añade: "la gente te huele la falta de honradez". "Pero", protesta su amigo, "¿y si realmente fuera posible tener una aventura y que no te pillaran? ¿Y si nadie lo supiera? ¿Lo harías?". La respuesta de Billy Crystal es rotunda: "¡Pero yo lo sabría, y me odiaría por ello!".
Su respuesta pone de relieve una gran verdad. Lo que hacemos en privado, en secreto, tiene consecuencias que no dependen de si nuestro secreto se filtra o no. El daño es el mismo. Lo que hacemos en secreto moldea nuestro carácter e influye en cómo nos relacionamos con los demás en aspectos que ni siquiera sospechamos. No existen los actos secretos. Una persona siempre lo sabe. Nosotros lo sabemos. Y nos odiamos por ello, nos odiamos por tener que mentir. Y esto desprende su propio aroma.
Lo que hacemos en secreto acaba moldeando nuestra imagen en público. La deshonestidad cambia nuestro aspecto porque cambia lo que somos. Esa es la razón por la que a menudo quienes nos rodean intuyen la verdad sobre nosotros, huelen la mentira, incluso cuando no tienen ninguna prueba sólida para sospechar de nosotros.
Hacer algo en secreto que no podemos admitir en público nos obliga a mentir y esta es la definición misma de hipocresía. Y, entre todos los pecados, la mentira es el más peligroso. ¿Por qué? Porque nos odiamos a nosotros mismos por ello, dejamos de respetarnos; y cuando dejamos de respetarnos a nosotros mismos, muy pronto nos damos cuenta de que los demás también dejan de respetarnos. Ese es el lugar intuitivo donde "olemos" las mentiras de los demás.
Peor aún, mentir nos obliga a endurecernos para poder vivir con nuestra mentira. El pecado no siempre nos hace humildes y arrepentidos. Tenemos la imagen demasiado fácil y popular del pecador honesto, como los pecadores de los Evangelios que aceptaron a Jesús más fácilmente que los rectos religiosos. A veces es así, pero no siempre.
La imagen bíblica del pecador honesto que se vuelve humildemente hacia Dios se basa en la honestidad, en que el pecador no oculte ni mienta sobre su pecado. Pero el pecado puede tener un efecto muy diferente en nosotros. Cuando no admitimos honestamente nuestro pecado, nos movemos en la dirección opuesta, es decir, hacia la racionalización, la dureza de actitud y el cinismo. Además, es la mentira, y no la debilidad original, la que se convierte en el verdadero cáncer y constituye el verdadero peligro. Cuando ocultamos un pecado, nos vemos obligados a mentir, y con esa mentira empezamos inmediatamente a endurecer y remodelar nuestra alma. Hay un axioma moral que dice: Puedes hacer cualquier cosa, mientras no tengas que mentir sobre ello. Eso es muy diferente a decir que puedes hacer cualquier cosa mientras nadie se entere de ello.
Nuestra dignidad depende de cuán íntegros seamos en lo privado. Somos tan enfermos como nuestro secreto más enfermizo, y somos tan sanos como nuestra virtud más oculta. No podemos hacer una cosa en privado e irradiar otra en público. No importa si los demás conocen nuestros secretos o no. Nosotros lo sabemos y, cuando esos secretos son malsanos, nos odiamos por ellos y nuestro corazón se endurece para vivir con nuestra mentira.
Nunca debemos engañarnos pensando que las cosas que hacemos en privado, incluidas las pequeñas acciones de infidelidad, autoindulgencia, intolerancia, celos o calumnia, no tienen importancia, ya que nadie las conoce. Dentro del misterio de nuestra interconexión como familia humana y como familia de fe basada en la confianza, incluso nuestras acciones más privadas, buenas o malas -como enzimas invisibles dentro del torrente sanguíneo-, afectan al conjunto. Todo se conoce, se siente, de un modo u otro. No existen los actos privados, dentro de la familia de la humanidad o dentro del Cuerpo de Cristo. Los demás nos conocen, aunque no sepan exactamente todo sobre nosotros. Huelen nuestros vicios, igual que huelen nuestras virtudes.