Para ser sacerdote hoy necesitamos vivir la experiencia de los primeros cristianos
: un encuentro personal con el Señor. Tal como los discípulos que encerrados por miedo ven y tocan al Señor resucitado y esa experiencia los libera del miedo y los llena de gozo; como Pablo que a pesar de su obstinación en la persecución contra los cristianos el Señor se manifiesta personalmente en su vida y así lo consagra como uno de los más grandes pilares de la comunidad que abre el evangelio al mundo gentil; como Zaqueo que, siendo reprobado por la comunidad, Jesús se hace presente en su vida y se queda en su casa haciéndolo cambiar de vida desde lo personal a lo social. 
 
Los primeros cristianos sufrieron persecución por más de trescientos años y sin embargo ni siquiera el imperio pudo contra ellos porque su fe estaba arraigada en Cristo vivo, la gran novedad, el gran gozo que les hacía ir cantando al martirio. Necesitamos que las comunidades cristianas de nuestro siglo favorezcan estas experiencias para que las vocaciones sacerdotales y religiosas broten con fuerza y no decaigan con el primer temporal que azote sus vidas. Mi preocupación es que nos vayamos al extremo, sicologizando la experiencia vocacional y nos olvidemos de lo esencial. Un sacerdote santo, no es el perfecto a ojos humanos, sino el que ha tenido un encuentro personal con Jesús quien le permite levantarse después de las caídas, reconocer su indigencia en la dificultad, pedir ayuda en la aflicción y clamar a Dios en la desolación.
 
Cuando hace algunos se me confió ser formador durante ocho años en el seminario de mi diócesis, descubrí la fragilidad del ser humano y su necesidad de sentirse amado para sanar las heridas recogidas con el andar de la vida.
 
Como sacerdote formador palpé también mi propia necesidad de ser curado de mis propias heridas y como en este andar juntos, de la mano, al encuentro del Señor, él nos iba levantando a todos. Si un formador no es capaz de reconocer sus propias debilidades y necesidades es muy difícil que pueda ayudar a su hermano que comienza en este caminar a reconocer sus crisis y pedir ayuda. Enfrentar al ser humano a sus propios miedos es bueno porque nos permite encontrar nuestros límites y para acabar con toda nuestra arrogancia. Sólo entonces el Señor nos levanta desde nuestras propias heridas y nos ayuda a vivir el gran misterio de la encarnación, que es ponerse en el lugar del otro para mirar el mundo con los ojos de Dios y desde la realidad del hermano que sufre.
 
La arrogancia de creernos mejores o superiores por el solo hecho de ser consagrados es lo más nefasto y contrario al espíritu de la vida de un religioso. Me duele escuchar el relato de algunos jóvenes que teniendo vocación han tenido que dejar el seminario o los conventos por no encontrar en ellos una experiencia viva de Jesús Resucitado. Abandonan porque también el individualismo y los miedos se apoderan de ciertas estructuras y se busca que los jóvenes manifiesten experiencias para los cuales requieren años…
 
Henry Nowen escribió un libro con un título tremendamente sugerente: “El Sanador Herido”; habla de un pastor que venda sus propias heridas para curar las de sus hermanos y así no contaminarlas con las suyas. La mano del maestro que ayuda a levantarse a los que yacen tirados en el camino, como el herido de la parábola del buen samaritano, nace de su propia experiencia de dolor que ha conocido la misericordia de Dios. El formador es Jesús mismo que se baja de su cabalgadura para tomar en sus brazos al herido y ponerlo a salvo en el único lugar donde recuperara la vida: La Iglesia.
 
No digo con esto que quienes ingresen a la vida consagrada no deban preocuparse del área cognitiva, sino mas bien desarrollar la capacidad de disminuir la distancia que existe entre el corazón y la cabeza… la distancia más grande que existe en el universo. Si llegamos a ello hemos alcanzado la meta de hacernos más humanos y podremos mirar con los ojos de Dios al hermano. Esto nos ayudará a reconocer en el fondo del alma de cada uno de los candidatos grandes virtudes escondidas, que deben ser sacadas a la   superficie.

El formador es invitado a ser un maestro como Jesús, que saca desde lo más hondo, que mira el alma y lee el corazón de sus discípulos. Maestro en amor y misericordia, maestro en humanidad, maestro en bondad… predicar con vida lo que enseña. Como buen pedagogo estimular lo bello que hay en el alma de cada formando, testimoniando la experiencia de Cristo Eucarístico, vivo y presente en su propia historia.
 
La vocación no debe ser dañada por los miedos que genera la satanización de los defectos del ser humano. En su lugar aprendamos como el minero a reconocer la piedra preciosa que sólo requiere ser pulida. Y tampoco olvidemos la esperanza que nos sostienen sabiendo que antes es necesario remover toneladas de material para alcanzar la tan buscada pepita de oro que identificada con Cristo mantendrá su ser eternamente.
 
Ser consagrado es una Gracia que el Señor decide. Los formadores sólo son siervos de estas presencias de Dios… los apóstoles que eligió para su pueblo.
                 
La experiencia dice que el cerca del 70 por ciento de quienes se retiran de la vida consagrada lo hacen por desafíos en lo afectivo. Entonces es el corazón el que hay que educar en un futuro sacerdote o religioso. Que no tenga miedo a amar ni tampoco a enfrentar sus miedos… y –tal como escuché en algún lugar- para esto el mejor remedio es integrar que: “No hay nada que pueda hacer al hombre más grande que doblar sus rodillas ante Dios”. ¡Bendiciones!

 
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