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Nuestro país está muy fragmentado. Hay enormes abismos entre ricos muy ricos, y pobres muy pobres. Hay diferencias entre las llamadas clases medias. Las recientes elecciones han manifestado graves divisiones en nuestra sociedad, sobre todo entre quienes apoyan al partido en el poder y los que están en contra. Persisten separaciones, incluso luchas, entre las diferentes formas de vivir la fe. Subsisten racismos contra indígenas y afromexicanos. ¡Necesitamos reconstruir la unidad nacional!

El periodista Felipe de J. Monroy, a raíz de mi designación como cardenal, escribió un elogioso artículo sobre mi persona. Me calificó como “constructor de puentes”, haciendo referencia a mi servicio episcopal en Chiapas, cuando procuré servir de puente para la unidad y la reconciliación entre indígenas y mestizos, entre zapatistas y sus contrarios, entre católicos y evangelistas, y aún dentro de la misma diócesis, entre quienes seguían el camino de mi obispo antecesor y quienes le detestaban. Se resaltaba mi servicio de acercar a esa diócesis con los dicasterios de la Curia Romana, sobre todo en cuanto a la ordenación de nuevos diáconos permanentes. Servir de puente para acercar a las partes distantes, es un ministerio muy necesario, pero a la vez muy doloroso, porque, para que puedas servir efectivamente, te pisan unos y otros, se te echan encima los de una y otra tendencia, te pisotean con sus incomprensiones, te dicen que de parte de quién estás, te exigen que te definas por unos o por otros, quieren jalarte a su postura, y tienes que sufrir insultos y descalificaciones. Pero sólo así, entre lágrimas y oraciones, con diálogos y mucha paciencia, puedes acercar a las partes, para que se respeten, se escuchen, se toleren, se comprendan, se perdonen, se amen y trabajen juntos por el bien de todos.

Una enriquecedora experiencia fue el Consejo Interreligioso de Chiapas, que fundamos el año 1992, por iniciativa de un pastor adventista. Está integrado por los obispos católicos y líderes de varias confesiones evangélicas. Nos reuníamos cada cuatro meses para compartir nuestra fe, leer la Biblia, orar juntos, tratar temas de interés común y ayudar a la paz y la reconciliación. Por ejemplo, si había luchas religiosas en alguna comunidad, analizábamos que podíamos hacer juntos. Además, veíamos los problemas de las familias, de los jóvenes, las drogas, la pobreza, la destrucción del medio ambiente, y programábamos acciones comunes para que nuestra fe sirviera a la vida digna de los pueblos. Aprendimos a conocernos, reunirnos, escucharnos, dialogar, orar juntos y trabajar unidos por el bien social. Se avanzó mucho entre los líderes religiosos, aunque no siempre se logró lo mismo en las bases populares.

Pensar

En su encíclica Fratelli tutti, el Papa Francisco dice: “Queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad, para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación” (276).

Actuar

No nos dejemos influenciar por quienes, en vez de analizar lo que dicen los que tienen otros puntos de vista, se dedican diariamente a denostarlos, descalificarlos, ofenderlos y, así, enfrentan más a la sociedad. Eso no ayuda a la unidad nacional. No los apoyemos. Hay que empezar desde la familia a construir puentes de diálogo entre esposos, entre padres e hijos, entre vecinos, entre creyentes de diversas denominaciones. Seamos puentes; no muros.
 
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