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Me tomó de sorpresa el anuncio que hizo el Papa Francisco, el domingo 25 de octubre, al terminar el Ángelus, de elegirnos como nuevos cardenales de la Iglesia a trece obispos y sacerdotes de varias partes del mundo: de Malta, Italia, Ruanda, Estados Unidos, Filipinas, Chile, Malasia y México. Ese domingo estaba en mi pueblo natal, Chiltepec, como todos los domingos, y hacía mi oración con el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas. Acostumbro, en la segunda lectura, abrir mi computadora y meditar lo que dice el Papa en el Ángelus dominical, pero empecé a ver varios mensajes de felicitación, que me inquietaron. Abrí la página del Vaticano y comprobé que yo estaba entre los elegidos. Fue una sorpresa, porque no se me había avisado previamente. Lo primero que hice fue decirle a Dios: ¿Por qué yo? Después, entre lágrimas, agradecí, pedí perdón por mis deficiencias y oré al Espíritu para que me ilumine en esta nueva etapa de mi vida. Pedí la intercesión de la Virgen María. Luego se enteraron mi familia y mi pueblo, y empezaron las felicitaciones.

No han faltado quienes me alaban y me dicen que es un reconocimiento a mi trabajo pastoral, sobre todo en Chiapas con los indígenas. Lo califican como un mérito personal, como un honor y un premio. Agradezco mucho sus expresiones, pero pido al Espíritu que me conceda no exaltarme ni engrandecerme, porque sería la ruina.

Lo que soy y he podido hacer, como dice San Pablo, “no soy yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor 15,10). Todo se lo debo a Dios y a la Iglesia: a mis raíces que son mi familia y mi pueblo natal, que hoy pertenece a la diócesis de Tenancingo, a mi ahora arquidiócesis y a mi amado seminario de Toluca. Se lo debo a la Iglesia universal; en particular, a la Iglesia en México y en América Latina, a las diócesis de Tapachula y San Cristóbal de Las Casas en Chiapas. Soy fruto de la Iglesia, sin desconocer mis limitaciones. Este título, pues, no es tanto personal, sino para la Iglesia, de la cual soy hijo.

Fui ordenado sacerdote cuando se estaba realizando el Concilio Vaticano II y me he esforzado por no olvidarlo y llevarlo a la práctica. Soy fruto también de las conferencias generales del episcopado latinoamericano en Medellín (1968) y Puebla (1979). Cuando fue la de Río de Janeiro, en 1955, apenas empezaba mi formación en el Seminario. Participé en Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). Todo se lo debo también a la CEM (Conferencia del Episcopado en México), a la OSMEX (Organización de Seminarios en México), a la OSLAM (Organización de Seminarios Latinoamericanos) y al CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano), que han influido mucho en mi servicio pastoral. Por estas instituciones, el Espíritu Santo ha ido indicando a la Iglesia los caminos que debe recorrer. He procurado ser hijo de esta Iglesia.

Las exhortaciones, encíclicas y demás documentos de los Papas me han iluminado mucho, desde Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y II, Benedicto XVI y Francisco. El Espíritu Santo, por mediación de los Papas, nos ha señalado cómo debe ser y servir la Iglesia.

En síntesis, es el Pueblo de Dios quien ha influido en mi vida: mi abuela Rosa, mis padres Coínta y Moisés, mis paisanos, mis familiares y amigos, mis enemigos, mis compañeros, los campesinos e indígenas, los fieles creyentes de las comunidades, los agentes de pastoral, los catequistas y diáconos permanentes indígenas, los sacerdotes, obispos y cardenales, los hermanos de otras religiones. Las críticas y observaciones que se me han hecho, me han ayudado a repensar mi vida, y las agradezco de corazón; es lo que nos ayuda a crecer.

Pensar

El Papa Francisco, al anunciar nuestra elección, dijo: “Recemos por los nuevos Cardenales, para que, confirmando su adhesión a Cristo, me ayuden en mi ministerio de Obispo de Roma, por el bien de todo el santo pueblo fiel de Dios”. Es muy claro lo que implica este nombramiento: en primer lugar, es un llamado a confirmar nuestra adhesión a Cristo.  Esto es lo primero y lo fundamental. Sin ese cimiento, todo flota en el aire y la mundanidad nos corrompe. El cardenalato es una invitación a tener a Cristo como único camino, como criterio definitivo en nuestro modo de ser y de pensar. Que El sea nuestra inspiración en lo que hacemos, decimos o queremos. Ni el Papa ni nosotros sustituimos a Cristo, no somos dueños de la lglesia, sino que él y nosotros somos sólo colaboradores del Señor.

Somos llamados también a colaborar con el Papa en su ministerio de Obispo de Roma, y por ello se nos asigna una parroquia en esta ciudad, como signo de comunión entre esa comunidad y quien preside esta Iglesia local, que es el Papa. Esto sin hacer a un lado al párroco del lugar y a su comunidad. Al mismo tiempo, el Papa nos pide ayudarle a procurar el bien de todo el pueblo fiel de Dios. Nos puede confiar alguna tarea especial, pero este servicio no implica vivir en Roma, sino seguir trabajando en lo que cada quien hacemos, procurando siempre la comunión afectiva y efectiva de nuestros pueblos con el Papa y, sobre todo, con Jesucristo.

En una carta que me envió, el Papa Francisco me dice: “Deseo que esta vocación a la que el Señor te llama te haga crecer en humildad y en espíritu de servicio. ´Somos siervos inútiles´ es lo que nos enseñó el Señor a decir después de haber hecho nuestro trabajo; y con esta palabra, también a no pretender otra paga: sólo ésta, y la gracia de ser elegido para servir. Rezo para que éste sea tu gozo en el día de hoy y a lo largo de toda tu vida y que, al final, le puedas decir al Señor: ´Nunca puse tu luz debajo de la cama´. Recibirás saludos y expresiones de cercanía de mucha gente que te quiere bien; acéptalos con sencillez y, en tu corazón, te hará bien recordar, en medio de esta alegría, la entrada de Jesús en Jerusalén… y el viernes subsiguiente. Te recomiendo cuidar que las celebraciones que los fieles te hagan sean sencillas y lejos de todo espíritu mundano. Rezo por ti; por favor hazlo por mí. Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuide”.

 Actuar

Ruego que oren al Espíritu Santo, a la Virgen María y a los santos de nuestra devoción, para que me ayuden a ser fiel a Cristo y a su Iglesia, sirviendo con todo mi ser al Pueblo de Dios.

 
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