Considerando todos los aspectos, creo que crecí con un concepto relativamente sano de Dios. El Dios de mi juventud, el Dios en el que fui catequizado, no era excesivamente castigador, arbitrario ni sentencioso. Es cierto que era omnipresente, de modo que observaba y tomaba nota de todos nuestros pecados; pero, al fin y al cabo, era justo, cariñoso, se preocupaba personalmente por cada uno de nosotros y nos protegía de forma maravillosa, hasta el punto de proporcionarnos un ángel de la guarda personal. Ese Dios me dio permiso para vivir sin demasiado miedo y sin ninguna neurosis religiosa paralizante.

 

Pero eso sólo te lleva hasta cierto punto en la vida. No tener una noción enferma de Dios no significa que se tenga una muy sana. El Dios con el que crecí no era muy severo ni juzgador, pero tampoco era muy alegre, jovial, ingenioso o divertido. En particular, no era un ser sexual, y tenía un ojo particularmente vigilante e inflexible en esa área. En resumen, era sombrío, pesado y poco alegre. A su alrededor, había que ser solemne y reverente. Recuerdo que el director adjunto de nuestro noviciado oblato nos dijo que no existía ningún caso registrado en el que Jesús se hubiera reído.

 

Bajo tal Dios tenías permiso para estar en lo esencial sano. Sin embargo, en la medida en que te lo tomabas en serio, seguías caminando por la vida con poca fortaleza y tu relación con él sólo podía ser solemne y reverente.

 

Luego, desde hace más de una generación, hubo una fuerte reacción en muchas iglesias y en la cultura contra este concepto de Dios. La teología y la espiritualidad populares se propusieron corregirlo, a veces con un vigor indebido. Lo que presentaron en su lugar fue un Jesús que se reía y un Dios que bailaba, y aunque esto no carecía de valor, nos dejó pidiendo una literatura más profunda sobre la naturaleza de Dios y lo que esto podría significar para nosotros en términos de salud y relaciones.

 

Esa literatura no será fácil de producir, no sólo porque Dios es inefable, sino porque la energía de Dios también es inefable. En efecto, ¿qué es la energía? Rara vez nos planteamos esta pregunta porque consideramos la energía como algo tan primario que no puede definirse, sino sólo darse por supuesto, como algo evidente. Vemos la energía como la fuerza primordial que se encuentra en el corazón de todo lo que existe, animado e inanimado. Además, sentimos con fuerza la energía en nuestro interior. Conocemos la energía, la sentimos, pero rara vez reconocemos sus orígenes, su prodigiosidad, su alegría, su bondad, su efervescencia y su exuberancia. Es más, rara vez reconocemos lo que nos dice sobre Dios. ¿Qué nos dice?

 

La primera cualidad de la energía es su carácter generoso. Es pródiga más allá de nuestra imaginación y esto dice algo de Dios. ¿Qué clase de creador crearía miles de millones de universos sin más?  ¿Qué clase de creador crea billones y billones de especies de vida, millones de ellas nunca vistas por el ojo humano? ¿Qué clase de padre o madre tiene miles de millones de hijos?

 

¿Y qué dice de nuestro creador la exuberancia en la energía de los niños pequeños? ¿Qué sugiere su alegría sobre lo que también debe haber dentro de la energía sagrada? ¿Qué nos dice la energía de un cachorro joven sobre lo que es sagrado? ¿Qué nos dicen de Dios la risa, el ingenio y la ironía?

 

Sin duda, la energía que vemos a nuestro alrededor y que sentimos de manera irrefrenable en nuestro interior nos dice que, por debajo, antes y debajo de todo lo demás, fluye una fuerza sagrada, tanto física como espiritual, que es, en su raíz, alegre, feliz, lúdica, exuberante, efervescente y profundamente personal y amorosa. Dios es la base de esa energía. Esa energía habla de Dios y esa energía nos dice por qué Dios nos hizo y qué clase de permisos nos da Dios para vivir nuestra vida.

 

Dios es inefable, ésa es la primera verdad que sostenemos sobre Dios.

 

Eso significa que Dios no puede ser imaginado ni jamás circunscrito en un concepto. Todas las imágenes de Dios son inadecuadas; pero, admitido esto, podemos intentar imaginar las cosas de esta manera. En el centro mismo de todo hay una energía inimaginable que no es una fuerza impersonal, sino una persona, una mente y un corazón amorosos y autoconscientes. De esta tierra, de esta persona, emana toda la energía, toda la creatividad, todo el poder, todo el amor, todo el alimento y toda la belleza. Además, esa energía, en su raíz sagrada, no sólo es creativa, inteligente, personal y amorosa, también es alegre, colorida, ingeniosa, juguetona, humorística, erótica y exuberante en su esencia misma. Vivir en ella es sentir una invitación constante a la gratitud.

 

El reto de nuestras vidas es vivir dentro de esa energía de una manera que la honre tanto a ella como a sus orígenes. Eso significa descalzarnos ante la zarza ardiente, respetando su carácter sagrado, aunque recibamos constantemente su permiso para ser robustos, libres, alegres, divertidos y juguetones, sin tener la sensación de estar robando el fuego a los dioses.

 

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