Comentario al Evangelio del domingo 29 de diciembre, Mateo 2,13-15.19-23


 
Después que los Magos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle». José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».
 
El domingo después de Navidad se celebra la fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, María y José. En la segunda lectura San Pablo dice: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se desalienten». En este texto se presentan las dos relaciones fundamentales que constituyen la familia: la relación mujer-marido, y padres-hijos.
 
De las dos relaciones la más importante es la primera, la relación de pareja, porque de ella depende en gran parte también la segunda, aquella con los hijos. Leyendo con ojos modernos las palabras de San Pablo, salta inmediatamente una dificultad. San Pablo recomienda al marido «amar» a la propia mujer (y esto está bien), pero luego recomienda a la mujer que sea «sumisa» al marido y esto, en una sociedad fuertemente (y justamente) consciente de la paridad de los sexos, parece inaceptable. Sobre este punto San Pablo, está, al menos en parte, condicionado por la mentalidad de su tiempo. Sin embargo la solución no está en eliminar de las relaciones entre marido y mujer la palabra «sumisión», está en todo caso en hacerla recíproca, como recíproco debe ser también el amor.
 
En otras palabras, no sólo el marido debe amar a la mujer, sino también la mujer al marido; no sólo la mujer debe estar sometida al marido, sino también el marido a la mujer. La sumisión no es entonces sino un aspecto y una exigencia del amor. Para quien ama, someterse al objeto del propio amor no humilla, al contrario, hace felices.
 
Someterse significa, en este caso, tener en cuenta la voluntad del cónyuge, de su parecer y de su sensibilidad; dialogar, no decidir por sí solo; saber a veces renunciar al propio punto de vista. En fin, acordarse de que se han convertido en «cónyuges», esto es, literalmente, personas que están bajo «el mismo yugo» libremente acogido. La Biblia sitúa una relación estrecha entre el estar creados a «imagen de Dios» y el hecho de ser «hombre y mujer» (Cf. Gn 1,27). La semejanza consiste en esto. Dios es único y solo, pero no es solitario. El amor exige comunión, intercambio personal; requiere que haya un «yo» y un «tú». Por esto el Dios cristiano es uno y trino. En él coexisten unidad y distinción: unidad de naturaleza, de voluntad, de intención, y distinción de características y de personas.
 
Precisamente en esto la pareja humana es imagen de Dios, reflejo de la Trinidad. Marido y mujer son de hecho una sola carne, un solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad. Los esposos están de frente, el uno al otro, como un «yo» y un «tú», y están frente a todo el resto del mundo, empezando por los propios hijos, como un «nosotros», como si se tratase de una sola persona, pero ya no singular sino plural. «Nosotros», esto es, «tu madre y yo», «tu padre y yo». Así habló María a Jesús después de encontrarle en el templo.
 
Bien sabemos que éste es el ideal y que, como en todas las cosas, la realidad es a menudo distinta, más humilde y más compleja, a veces hasta trágica. Pero estamos tan bombardeados de casos de fracaso que tal vez, por una vez, no está mal volver a proponer el ideal de la pareja, primero en el plano natural y humano, y después en el cristiano. Ay de que se llegue a avergonzar de los ideales, en nombre de un malentendido realismo. El final de una sociedad estaría, en este caso, señalado.
Los jóvenes tiene derecho a ver que se les transmita, por los mayores, ideales y no sólo escepticismo. Nada tiene la fuerza de atracción que posee el ideal.

 
 
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