Comentario al Evangelio del Domingo 27 de octubre,  Lucas 18,9-14
 
 
El Evangelio de este domingo ha sido la parábola del fariseo y del publicano. El fariseo representa el conservador que se siente en orden con Dios y con los hombres y mira con desprecio al prójimo. El publicano es la persona que ha errado, pero lo reconoce y pide por ello humildemente perdón a Dios; no piensa en salvarse por méritos propios, sino por la misericordia de Dios. La elección de Jesús entre estas dos personas no deja dudas, como indica el final de la parábola: este último vuelve a casa justificado, esto es, perdonado, reconciliado con Dios; el fariseo regresa a casa como había salido de ella: manteniendo su justicia, pero perdiendo la de Dios.

A fuerza de oírla y de repetirla yo mismo, esta explicación en cambio ha empezado a dejarme insatisfecho. No es que esté equivocada, pero ya no responde a los tiempos. Jesús decía sus parábolas para la gente que le escuchaba en aquel momento. En una cultura cargada de fe y religiosidad como aquella de Galilea y Judea del tiempo, la hipocresía consistía en ostentar la observancia de la ley y santidad, porque éstas eran las cosas que atraían el aplauso.

En nuestra cultura secularizada y permisiva, los valores han cambiado. Lo que se admira y abre camino al éxito es más bien lo contrario de otro tiempo: es el rechazo de las normas morales tradicionales, la independencia, la libertad del individuo. Para los fariseos la contraseña era «observancia» de las normas; para muchos, hoy, la contraseña es «trasgresión». Decir de un autor, de un libro o de un espectáculo que es «transgresor» es hacerle uno de los cumplidos más anhelados.

En otras palabras, hoy debemos dar la vuelta a los términos de la parábola, para salvaguardar la intención original. ¡Los publicanos de ayer son los nuevos fariseos de hoy! Actualmente es el publicano, el transgresor, quien dice a Dios: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como aquellos fariseos creyentes, hipócritas e intolerantes, que se preocupan del ayuno, pero en la vida son peores que nosotros». Parece que hay quien paradójicamente ora así: «¡Te doy gracias, oh Dios, porque soy un ateo!».

Rochefoucauld decía que la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud. Hoy es frecuentemente el tributo que la virtud paga al vicio. Se tiende, de hecho, especialmente por parte de los jóvenes, a mostrarse peor y más desvergonzado de lo que se es, para no parecer menos que los demás.

Una conclusión práctica, válida tanto en la interpretación tradicional aludida al inicio como en la desarrollada aquí, es ésta. Poquísimos (tal vez nadie) están siempre del lado del fariseo o siempre del lado del publicano, esto es, justos en todo o pecadores en todo. La mayoría tenemos un poco de uno y un poco del otro. Lo peor sería comportarnos como el publicano en la vida y como el fariseo en el templo. Los publicanos eran pecadores, hombres sin escrúpulos que ponían dinero y negocios por encima de todo; los fariseos, al contrario, eran, en la vida práctica, muy austeros y observantes de la Ley. Nos parecemos, por lo tanto, al publicano en la vida y al fariseo en el templo si, como el publicano, somos pecadores y, como el fariseo, nos creemos justos.

Si tenemos que resignarnos a ser un poco el uno y el otro, entonces que al menos sea al revés: ¡fariseos en la vida y publicanos en el templo! Como el fariseo, intentemos no ser en la vida ladrones e injustos, procuremos observar los mandamientos y pagar las tasas; como el publicano, reconozcamos, cuando estamos en presencia de Dios, que lo poco que hemos hecho es todo don suyo, e imploremos, para nosotros y para todos, su misericordia.

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