Cuando tenía cerca de ocho años me confesé por primera vez. Fue una experiencia que marcó mi vida para siempre. Aprendí a hacerlo regularmente y durante mi adolescencia me confesaba periódicamente, tenia director espiritual y sentía una necesidad muy grande  de acercarme al sacramento de la reconciliación… era para mí una necesidad. Me hacía mucho bien confesarme. Asistía a Misa regularmente, caminaba tres kilómetros todos los domingos hasta el pueblo para estar en Misa. Esa experiencia me unió al Señor definitivamente. Gracias a eso y a la infinita misericordia de Dios soy hoy sacerdote.
Experimenté el perdón del Señor en mi vida, especialmente cuando me sentía hundido por mis faltas. En ese momento Él me levantaba como la mamá que levanta a su hijo cada vez que se cae cuando está aprendiendo a caminar.
 
Nunca me imaginé que El Señor me pondría en este caminar maravilloso del sacerdocio y que aquella experiencia de niño hoy la compartiría sirviendo a Dios en tantos hermanos que acuden a confesarse. Dedico muchas horas, plenas, a celebrar el sacramento de la reconciliación con los niños, jóvenes y adultos, tanto en el colegio, la Parroquia, la Renovación carismática y la cárcel… y cada vez quedo profundamente impresionado por los efectos que produce la celebración de este maravilloso sacramento.
 
Las confesiones más fuertes, sinceras y liberadoras las he oído en la cárcel. Ahí donde hay tanto dolor y estigmatización social está el Señor perdonando mientras la sociedad condena; ahí está el Señor amando mientras la comunidad los odia. Hace pocos días atrás recuerdo que una interna me dijo: “Padre, yo quiero darle la bendición a usted, porque usted siempre nos bendice a nosotros”… fue una experiencia trascendente en lo esencial y sentí mucha emoción porque recordé las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: “Estuve preso y me fuiste a ver…” ¡Era Jesús quien me bendecía en ese momento!, ¡¡¡Él estaba ahí preso también…!!!

En estos veinte años de sacerdocio he confesado miles de personas, he escuchado con paciencia y con amor a tantos hermanos que quieren ser oídos y además perdonados. “La misericordia triunfa sobre el juicio” dice la carta de Santiago. “El amor echa fuera el temor, porque el temor mira el castigo,” dice la primera carta de San Juan.
Recuerdo que durante mucho tiempo, cuando acudía a confesarme me quedaba pegado en un pecado y no podía decirlo volviendo a mi casa con una sensación de tristeza, porque no podía vencer el temor, hasta que un día oré mucho y me confesé con todo. No era una gran cosa, pero en ese momento era una piedra de tropiezo donde entraba a jugar el temor. Comprendí que el amor de Dios me acompañaba y me dejó una profunda paz. Se acabó el miedo y desapareció la tristeza… El demonio es muy astuto, nos hace creer que nuestros pecados son más grandes de lo que comprendemos y que el amor de Dios no es suficiente; nos hace sentir vergüenza y nos acusa sin descanso; nos hace justificar nuestros pecados haciéndonos creer que no es necesario confesarnos.
 
Aprendí así que el exorcismo más grande es la confesión de los pecados. Por eso el demonio odia este sacramento porque le arrebata almas y conciencias. Por cierto el demonio tratará a toda costa que nuestra conciencia moral se deforme; nos hará creer que nada es pecado y es más, nos ayudará a tener argumentos para no confesarnos… ¡Cuidado entonces!, como dice san Pedro: “El diablo anda como león rugiente buscando a quien devorar, resistidle firmes en la fe”.

Hay una enorme necesidad de confesarse hoy, lo veo en mi parroquia donde mucha gente acude a celebrar este sacramento. Basta con que el sacerdote se siente   a esperar y los fieles llegarán. Hay que dedicarle tiempo, es nuestro oficio. Y nos ayuda a nosotros a comprender el inmenso amor de Dios, pues cuando un penitente acude a la confesión se produce el movimiento del Espíritu que lo impulsa. Escuchaba esto de un director espiritual que tuve, quien decía que en este sacramento son tres personas las que acuden: el penitente, el confesor y el Espíritu Santo.
A diferencia de un tribunal civil donde la sentencia es punitiva, en el tribunal del Señor la sentencia es de misericordia: nadie te ha condenado, yo tampoco, ahora vete y no peques más”, decía Jesús a la mujer adúltera. También dice el salmo 51 que “Dios no desprecia un corazón contrito y humillado”. Como nos enseña Jesús en la parábola del hijo prodigo: el Padre solo quiere el regreso de su hijo: “Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida….” (Lc. 15,1). Luego el padre hace fiesta para celebrar el regreso y sin reproches… Quizás eso nos falta como Iglesia, la fiesta sin reproche, abiertos a dar un gran abrazo de amor y compasión por los hermanos que vuelven y que se habían equivocado. En algunos lugares se llena de burocracia su regreso y no se ve el amor. Creo que la propia experiencia de pecador y de sentirnos perdonados, amados y no burocratizados por Dios para el regreso nos ayudará a celebrar la misericordia de este Dios de Amor, de infinita dulzura y ternura para con sus hijos, de un corazón infinito de perdón para nosotros… ¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano Señor, le decía Pedro a Jesús y El le respondía setenta veces siete , es decir siempre ( Mt 18, 21. 19)

Hoy con tristeza vemos ciertos pensamientos protestantes dentro de algunos católicos que no quieren confesarse, porque dicen que no se confiesan con un hombre igual que ellos y que además, agregan, “¿por qué tengo que contarles mis pecados a otros?, yo solo me entiendo con Dios”. Frase que uno escucha y que niega la mediación de la Iglesia. Su temor que resiste el encuentro liberador, manifiesta un profundo desconocimiento de la gracia de Dios y de su infinito amor.
Jesús dice en el Evangelio de san Juan 20,19: “A quienes ustedes perdonen los pecados le serán perdonados” y no dice confiésate personalmente con Dios, es decir, la Iglesia es el canal de la misericordia. ¿Será que nos hemos olvidado de nuestro trabajo como servidores fieles de este tesoro y lo hemos enterrado como el de la parábola de los talentos?...   Así como Dios nos perdona a nosotros, nosotros debemos perdonar los pecados del hermano.
Cristo desde la Cruz exclamó misericordia por nosotros: “Padre perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 24). Sí, solo pueden perdonar los que aman… y eso es lo que nos falta: Amor.
 
Pidámosle al Señor que nos llene el corazón de su amor para que llenos de Él amemos como Él y veamos con sus ojos nuestro prójimo. “Perdónanos Señor porque hemos pecado contra Ti, ¡Muéstranos tu misericordia y danos tu salvación!”. Bendiciones y recuerden que Dios nos ama profundamente, no tengan miedo de seguirlo a Él ( Jn Pablo II) y acercarse a la confesión… sentirán el profundo amor que el Señor nos tiene.

 
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