Mirar

 

Conocemos a personas que hablan mucho y de todo, como si fueran expertas en todos los temas. No saben escuchar a los demás, o menosprecian lo que dicen, como si sólo ellas fueran las únicas conocedoras de la vida, de la historia, de la realidad. Se hacen pedantes, vanidosas, engreídas, y sus intervenciones llegan a ser molestas; con el tiempo, no se les hace caso y ya no se les toma en cuenta. Mi mamá era de muy pocas palabras, pero muy prudente, discreta, humilde, muy sabia, a pesar de que no había tenido oportunidad de ir a la escuela, pues no había en sus tiempos.

 

En todos los ámbitos hay personas muy hablantinas. En nuestra Iglesia, no faltamos quienes hablamos demasiado y de todo; nos constituimos en jueces de lo que los demás dicen, como si sólo nosotros tuviéramos toda la verdad. Desde hace muchos años, debe haber en todas las diócesis y parroquias diversos consejos: de pastoral, de economía, de presbíteros, de laicos, de religiosas, del Seminario, etc., para que obispos y párrocos escuchemos diferentes puntos de vista, antes de tomar decisiones. Quizá algunos no sabemos escuchar, y por ello decidimos cosas que luego no funcionan bien. Pero también hay quienes, en esos consejos o en asambleas, opinan siempre y de todo, a veces incluso juzgando y condenando a quienes piensan en forma diferente. Llega el momento en que ya ni caso se les hace, pues siempre salen con lo mismo.

 

Tenemos gobernantes que se consideran muy bien informados y emiten juicios de todo, en un tono burlón y ofensivo, sin consultar o sin tomar en cuenta a sus asesores y colaboradores. Todas las mañanas hablan de todos los asuntos con tal autosuficiencia que se hacen repugnantes. No es que tengan mala voluntad, pero no siempre tienen toda la información. Por ejemplo, en mi pueblo, que sufre diariamente la extorsión de grupos criminales, con frecuencia pasan destacamentos del ejército, de la guardia nacional, de la policía estatal, y parece que todo está en calma y que no hay problemas. Así lo informan a sus superiores, quienes transmiten eso mismo a las más altas autoridades. Y con esa deformación sobre la realidad, los más altos mandos afirman que el país está en calma, que todos están contentos y que vamos bien. Si escucharan otras voces, y no sólo a quienes están de su lado, serían más humildes para reconocer que hay muchas situaciones deplorables en el país. Por eso, a veces ya ni se quiere escuchar sus declaraciones diarias, aunque todavía hay quienes les creen todo. ¡Cuidado con los extremos! Muchas veces, lo que informan es verdad; pero no siempre tienen toda la razón, sobre todo cuando ofenden a quienes piensan y actúan en forma distinta.

 

Discernir

 

El Papa Francisco, en su exhortación Amoris laetitia, dice que hay que tener “amplitud mental, para no encerrarse con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad para poder modificar o completar las propias opiniones. Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir”.

 

Actuar

 

Tú y yo, ¿sabemos escuchar? ¿O somos de los que hablan de todo y ofendemos a los demás? Aprendamos el arte y la virtud de escuchar, aunque no siempre estemos de acuerdo; esperemos el momento de dar nuestro punto de vista, pero con respeto y amor.

 

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