En un libro reciente, Living Between Worlds, James Hollis ofrece una pieza de ingenio que conlleva más profundidad de la que es evidente a primera vista. Un terapeuta le dice a un cliente: "No puedo resolver su problema, pero puedo darle una historia más confortable que ayude a resolver su miseria". Eso es más que un chiste. El hecho de que nos sintamos bien o mal con nosotros mismos suele depender del tipo de historia en la que entendemos que vivimos.

 

Recuerdo un seminario hace algunos años en el que uno de los ponentes principales era un joven sacerdote franco-canadiense, Pierre Olivier Tremblay. Tremblay comenzó su intervención con las siguientes palabras: "Soy capellán en una universidad y trabajo con jóvenes universitarios. Están llenos de vida, sueños y energía; sin embargo, lamentablemente, la mayoría están desprovistos de esperanza porque no tienen una metanarrativa. Sufren mucho porque no tienen una historia más grande dentro de la cual entenderse a sí mismos y darle más sentido a su propia historia. Sus propias historias, por muy preciosas que sean, son demasiado pequeñas e individualistas como para darles mucho juego cuando el dolor y la angustia les acosan. Necesitan una historia mayor en la que situarse, una metanarrativa. Si bien esto no les quitaría necesariamente el dolor y la angustia, les daría algo más grande dentro de lo cual entender su sufrimiento.

 

Al oír esto, pienso en mis padres y en la espiritualidad que les ayudó a ellos y a su generación. Tenían una metanarrativa, a saber, el relato cristiano de la historia de la salvación y de cómo, en ese relato, al principio de la historia, Adán y Eva cometieron un "pecado original" que desde entonces ha sesgado la realidad hasta dejarnos con la imposibilidad de alcanzar la sinfonía completa en esta vida. Cuando sus vidas se volvieron difíciles, como es el caso de todos nosotros, tenían una perspectiva religiosa de por qué estaban frustrados y sufriendo. Entendían que habían nacido en un mundo defectuoso y en una naturaleza defectuosa. De ahí que su oración incluyera las palabras, porque ahora vivimos, lamentándonos y llorando en un valle de lágrimas.

 

Hoy podríamos fruncir el ceño y verlo como algo insano y morboso, pero esa narración de Adán y Eva ayudó a dar alguna explicación y sentido a todos los defectos de sus vidas. Aunque no les quitó el dolor, ayudó a dar dignidad a sus miserias. Hoy en día veo a muchos padres sinceros que intentan dar una narrativa más amplia a sus hijos pequeños a través de historias como El Rey León. Eso puede ser útil para los niños pequeños, pero como señala Pierre Olivier Tremblay, a la larga se necesita una narrativa mucho más grande y convincente.

 

La historia en la que enmarcamos nuestro dolor marca toda la diferencia del mundo con respecto a cómo afrontamos ese dolor. Por ejemplo, James Hillman nos dice que tal vez el mayor dolor que experimentamos con el envejecimiento es nuestra idea del mismo.  Esto también es cierto para muchas de nuestras luchas. Necesitan la dignidad de ser vistas bajo un dosel más grande. Me gusta lo que dice Robertson Davies cuando se lamenta de que no quiere luchar con un "borde creciente", sino que quiere más bien ser "tentado por el demonio". Quiere conceder una mayor dignidad a sus tentaciones.

 

Una historia mayor nos aporta esta dignidad porque nos ayuda a diferenciar el sentido de la felicidad. Siempre confundimos ambas cosas.  Lo que debemos buscar en la vida es el sentido, no la felicidad. De hecho, la felicidad (tal y como la entendemos generalmente) nunca puede perseguirse porque siempre es un subproducto de algo más. Además, la felicidad es efímera y episódica; va y viene. El sentido es permanente y puede coexistir con el dolor y el sufrimiento. Dudo que Jesús fuera especialmente feliz mientras agonizaba en la cruz, pero sospecho que, dentro de todo el dolor, experimentaba un profundo significado, quizá el más profundo de todos. No por casualidad, encontró este significado más profundo porque se entendió a sí mismo como dentro de la más profunda de todas las historias.

 

A fin de cuentas, la fe, la religión, la comunidad, la amistad y la terapia no pueden eliminar nuestros problemas. La mayoría de las veces, no hay solución; hay que vivir el problema. Como dijo Gabriel Marcel, la vida es un misterio que hay que vivir, no un problema que hay que resolver. La historia en la que enmarcamos nuestro dolor es la clave para convertir el problema en misterio.

 

Art Schopenhauer escribió una vez que todo el dolor se puede soportar si se puede compartir. El compartir al que se refería no sólo tiene que ver con la amistad, la comunidad y la intimidad. También tiene que ver con la historia. El dolor puede soportarse de forma más generosa cuando se encuentra dentro de una historia más amplia que la nuestra, cuando comparte una metanarrativa, un horizonte lo suficientemente amplio como para empequeñecer la soledad idiosincrásica.

 

Hollis tiene razón. Ningún terapeuta puede resolver nuestro problema, pero sí puede ayudarnos a encontrar una historia mayor que pueda dar más sentido y dignidad a nuestra miseria.

 

 

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