Hay diferentes formas de ser excluido en la vida.

 

A principios de este año murió uno de mis hermanos mayores. Según todos los indicios, había vivido una vida ejemplar, principalmente para los demás. Murió muy querido por todos los que le conocían. Vivió para la familia, la iglesia, la comunidad y los amigos.

 

En la homilía de su funeral dije que, aunque casi siempre aportaba una sonrisa, amabilidad e ingenio a cualquier situación, a veces tenía que tragar saliva para poder hacerlo. ¿Por qué? Porque, aunque durante toda su vida adulta se dedicó a servir a los demás, durante gran parte de su vida no tuvo muchas opciones. Esta es su historia.

 

Era uno de los hijos mayores de nuestra familia, una familia numerosa de inmigrantes de segunda generación, que luchaba contra la pobreza en una zona rural aislada de las praderas canadienses, donde no era fácil acceder a servicios educativos en aquella época. Así que, para él, como para muchos de sus contemporáneos, tanto hombres como mujeres, la expectativa normal era que después de la escuela primaria (una educación de octavo grado) se esperaba que terminaras tus días de escuela y empezaras a trabajar para mantener a tu familia.

 

De hecho, cuando terminó la escuela primaria, no había ningún instituto al que pudiera ir. Y lo que es más lamentable, era quizá la mente más brillante y dotada de nuestra familia. No es que no quisiera continuar su educación formal. Pero tuvo que hacer lo que la mayoría de los de su edad hacían en aquella época: dejar la escuela y empezar a trabajar, dando todo su sueldo cada mes para mantener a su familia. Lo hizo con buen ánimo, sabiendo que era lo que se esperaba de él.

 

A lo largo de los años, desde los dieciséis, cuando entró por primera vez en el mundo laboral, hasta que se hizo cargo de la granja familiar a mediados de los treinta, trabajó para granjeros, trabajó en la construcción e hizo de todo, desde manejar una retroexcavadora hasta conducir un camión. Además, cuando nuestros padres murieron y él se hizo cargo de la granja, hubo varios años en los que se le siguió presionando para que utilizara la granja para mantener a la familia. Cuando por fin se liberó de esta responsabilidad, ya era demasiado tarde (no radicalmente, sino existencialmente) para que reiniciara su educación formal. Vivió sus últimos años antes de jubilarse como agricultor, aunque encontró su energía en otra parte, en la participación en programas de educación permanente y ministerios laicos, donde prosperó emocional e intelectualmente. Parte de su sacrificio también fue que nunca se casó, no porque fuera un soltero temperamental, sino porque las mismas cosas que le ataban al deber también, existencialmente, nunca le dieron la oportunidad de casarse.

 

Tras compartir su historia en su funeral, se me acercaron varias personas que me dijeron: ¡Ese también es mi hermano! ¡Esa también es mi hermana! ¡Ese era mi padre! Esa era mi madre.

 

Habiendo crecido en un ambiente en el que esto ocurría con varios de mis hermanos mayores, hoy, cuando veo a gente que trabaja en servicios como cocinar en cafeterías, limpiar casas, cortar el césped, trabajar en la construcción, hacer de conserje y otros trabajos de este tipo, a menudo me pregunto: ¿son como mi hermano? ¿Eligieron este trabajo o lo hacen por las circunstancias? ¿Esta persona quería ser médico, o escritor, profesor, empresario o director general de alguna empresa, y acabó teniendo que aceptar este trabajo por una circunstancia económica o de otro tipo? No me malinterpreten. No hay nada degradante o poco noble en estos trabajos. De hecho, trabajar con las manos es quizás el trabajo más honesto de todos, a diferencia de mi propio trabajo en la comunidad académica, donde puede ser fácil ser egoísta y en su mayor parte irrelevante. Hay una dignidad maravillosa en trabajar con las manos, como le ocurría a mi hermano. Sin embargo, a pesar de la importancia y la dignidad de ese trabajo, la felicidad de la persona que lo realiza depende a veces de si ha tenido o no elección, es decir, si está allí por voluntad propia o porque factores que van desde la situación económica de su familia hasta su condición de inmigrante o la falta de oportunidades le han obligado a estar allí.

 

Cuando paso junto a estas personas en mi vida cotidiana y en mi trabajo, intento fijarme en ellas y apreciar el servicio que prestan al resto de nosotros. Y a veces me digo: Este podría ser mi hermano. Esta podría ser mi hermana. Esta podría ser la mente más brillante de todas a la que no se le dio la oportunidad de ser médico, escritor, enfermero, profesor o trabajador social. Si en la otra vida, como prometió Jesús, va a haber una inversión en la que los últimos serán los primeros, espero que estas personas, como mi hermano, que se vieron privadas de algunas de las oportunidades de las que disfrutamos el resto de nosotros, lean mi corazón con una empatía que supere mi comprensión de ellos en vida.

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