Comentario al Evangelio del domingo 2 de octubre. Lucas 17,5-10

 
El Evangelio de hoy se abre con la petición de los apóstoles a Jesús: «¡Auméntanos la fe!». En lugar de satisfacer su deseo, Jesús parece querer agudizarlo. Dice: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza…». La fe es, sin duda, el tema dominante de este domingo. En la primera lectura se oye la célebre afirmación de Habacuc, retomada por san Pablo en la Carta a los Romanos: «El justo vivirá por su fe». También la aclamación al Evangelio está en sintonía con este tema: «Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Juan 5,4).
 
La fe tiene distintos matices de significado. Esta vez desearía reflexionar sobre la fe en su acepción más común y elemental: creer o no en Dios. No la fe según la cual se decide si uno es católico o protestante, cristiano o musulmán, sino la fe según la cual se decide si uno es creyente o no creyente, creyente o ateo. Un texto de la Escritura dice: «El que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan» (Hebreos 11,6). Éste es el primer escalón de la fe, sin el cual no hay otros.
 
Para hablar de la fe a un nivel tan universal no podemos basarnos sólo en la Biblia, porque ésta tendría valor sólo para nosotros, los cristianos, y, en parte, para los judíos, no para los demás. Por fortuna, Dios ha escrito dos «libros»: uno es la Biblia, el otro la creación. Uno está formado por letras y palabras, el otro por cosas. No todos conocen, o pueden leer, el libro de la Escritura, pero todos, desde cualquier latitud y cultura, pueden leer el libro que es la creación. De noche tal vez mejor, incluso, que de día. «Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento… Por toda la tierra se extiende su eco, y hasta el confín del mundo su mensaje» (Salmo 19). Pablo afirma: «Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Romanos 1, 20).
 
Urge disipar el difundido equívoco según el cual la ciencia ya ha liquidado el problema y ha explicado exhaustivamente el mundo, sin necesidad de recurrir a la idea de un ser fuera de él llamado Dios. En cierto sentido, actualmente la ciencia nos acerca más a la fe en un creador que en el pasado. Tomemos la famosa teoría que explica el origen del universo con el «Big Bang» o la gran explosión inicial. En una millonésima de millonésima de segundo, se pasa de una situación en la que no existe aún nada, ni espacio ni tiempo, a una situación en la que comenzó el tiempo, existe el espacio y, en una partícula infinitesimal de materia, existe ya, en potencia, todo el sucesivo universo de miles de millones de galaxias, como lo conocemos hoy.
 
Hay quien dice: «No tiene sentido plantearse la cuestión de qué había antes de aquel instante, porque no existe un “antes” cuando aún no existe el tiempo». Pero yo digo: ¡cómo no plantearse ese interrogante! «Remontarse a la historia del cosmos –se afirma también– es como hojear las páginas de un inmenso libro, partiendo del final. Llegados al principio se percibe que es como si faltara la primera página». Creo que precisamente, sobre esta primera página que falta, la revelación bíblica tiene algo que decir. No se puede pedir a la ciencia que se pronuncie sobre este «antes» que está fuera del tiempo, pero ella no debería tampoco cerrar el círculo, dando a entender que todo está resuelto.
 
No se pretende «demostrar» la existencia de Dios, en el sentido que damos comúnmente a esta palabra. Aquí abajo vemos como en un espejo y en un enigma, dice san Pablo. Cuando un rayo de sol entra en una habitación, lo que se ve no es la luz misma, sino la danza del polvo que recibe y revela la luz. Así es Dios: no le vemos directamente, sino como en un reflejo, en la danza de las cosas. Esto explica por qué a Dios no se le alcanza más que dando el «salto» de la fe.

 
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