El primer capítulo del Apocalipsis contiene un poderoso desafío que se esconde dentro del lenguaje esotérico general de ese libro. Juan, su autor, hablando en la voz de Dios, dice algo así: He visto lo mucho que trabajas, he visto tu fidelidad y tu hambre de la verdad; pero tengo esto contra ti: "Hoy tienes menos amor que cuando eras joven". ¡Eso escuece!
Es fácil no ver esto dentro de nosotros mismos. Cambiamos, crecemos, envejecemos, y a veces no nos miramos de cerca para ver lo que esos cambios están produciendo en nosotros. Así, podemos ser personas dedicadas, trabajadoras, buscadoras de la verdad, sinceras, virtuosas en casi todos los sentidos, salvo que esta bondad se haya incrustado dentro de una ira, una amargura y un odio que no eran tan evidentes en nosotros cuando éramos jóvenes. A medida que envejecemos, es más fácil comprometerse con las causas correctas que seguir siendo cariñosos y no dejar que el juicio amargo y el odio sutil infecten nuestro carácter.
Es importante apostar por las causas correctas y luchar por la verdad correcta, pero como advierte T.S. Eliot, "la última tentación es la mayor traición, actuar correctamente por la razón equivocada". Si el autor del Apocalipsis volviera hoy y nos examinara, tanto a conservadores como a liberales, sospecho que diría lo mismo que dijo a aquellos cristianos de Asia hace tantos años: "Sois dedicados, eso es bueno, pero ahora tenéis menos amor que cuando erais jóvenes". Puede que nuestras causas sean correctas y nuestros motivos buenos, pero también hay en nosotros ahora algo de odio hacia los demás y una demonización de ellos que no era tan evidente cuando éramos más jóvenes. Tenemos que asumirlo.
Alguien dijo una vez que pasamos la primera mitad de nuestras vidas luchando con el sexto mandamiento, con el fuego del eros, y luego pasamos la segunda mitad de nuestras vidas luchando con el quinto mandamiento, con el fuego de la decepción, la ira y el odio. Cuando era joven e inmaduro, solía confesar que tenía "malos pensamientos" (que tienen que ver con el Sexto Mandamiento). Ahora, más viejo y maduro, confieso tener "malos pensamientos" (relacionados con el Quinto Mandamiento).
Me temo que ahora hay menos amor en mí que cuando era joven. Fui al seminario a los diecisiete años y durante los ocho siguientes viví en una gran comunidad (éramos unos cuarenta o cincuenta). Éramos jóvenes e inmaduros, pero nuestra vida comunitaria fue casi siempre maravillosa. Fueron años felices. Hoy, todos los miembros de aquel grupo tenemos más de setenta años y somos maduros. Sin embargo, si intentáramos vivir juntos ahora, nos mataríamos. Somos más maduros, aunque quizás con menos amor que cuando éramos jóvenes.
Hay que reconocer que esto puede ser un juicio simplista. ¿Somos realmente menos cariñosos? ¿Acaso el amor se identifica simplemente con la energía cálida, la amabilidad y el ser amables con los demás? Es más que eso. El amor genuino también puede ser profético, airado y duro. Además, muchas cosas conspiran para insensibilizar de forma natural nuestra sensibilidad, exuberancia y energía juveniles, y endurecer nuestros rostros. La espontaneidad, el brío y la facilidad para la hospitalidad se encallecen simplemente por la pérdida natural de nuestra ingenuidad y por los golpes inevitables que nos da la vida: la decepción, el fracaso, el rechazo, la muerte de los seres queridos, la pérdida de la salud y el creciente sentido de nuestra propia mortalidad. Esas cosas también nos quitan el brío y nos hacen menos agradables que cuando irradiábamos exuberancia juvenil, y eso no es necesariamente una pérdida de amor.
Aun así, me persigue una imagen que Margaret Laurence nos ofrece en la persona de Hagar Shipley en su novela El ángel de piedra. A medida que Hagar envejece, se vuelve cada vez más amargada y crítica con los demás, sin reconocer nunca lo mucho que ha cambiado. Un día, al llamar al timbre, oye a una niña pequeña decir a su madre "esa vieja horrible está en la puerta". Al oír esto, picada hasta las raíces, va a un baño, enciende todas las luces y, por primera vez en años, se examina la cara en el espejo y se queda sorprendida por lo que ve. Ya no reconoce su propio rostro. Se ha convertido en algo distinto a lo que ella se imagina. Su rostro es ahora el de una anciana amargada y odiosa.
Tenemos que hacer lo mismo que ella, mirarnos bien la cara en un espejo. Mejor aún, pon una serie de fotografías tuyas desde la infancia, pasando por la adolescencia, la juventud, la mediana edad y hasta tu edad actual, y estudia tu rostro a lo largo de los años para ver cómo ha cambiado desde que eras más joven. Tristemente, probablemente verás ahí algún endurecimiento que es menos atribuible al envejecimiento natural que a la amargura, los celos y el odio.