Quiero hoy dirigirme a alguien que me ha mostrado siempre su corazón de Madre. No puede ser otra que la Virgen María. Desde pequeño me enseñaron a tratar a Nuestra Madre. Ya en mi casa se le rezaba, y en la escuela se tenían muchos detalles con ella. Ella era la Patrona de mi colegio bajo la advocación de la Virgen de Loreto. En la parroquia de mi pueblo había dos imágenes que acaparaban la devoción de todos: Nuestra Señora la Virgen del Carmen, Patrona de los hombres de la Mar, y María Inmaculada. Entonces  era muy normal que se celebraran los novenarios correspondientes, y las ofrendas de flores, y las procesiones. La que más recuerdo es la procesión de la Virgen del C armen por el Mar Menor que baña las riberas de mi pueblo. Solía ir de monaguillo en el barco que los pescadores ponían engalanado  al servicio de la Patrona. Recorríamos las playas de algunos pueblos vecinos. Siempre he vivido con gozo esta procesión hasta hoy. Todos decíamos que la Virgen María bendecía las aguas para que nos pudiéramos bañar tranquilos. Y en realidad el verano entonces comenzaba con la Fiesta de la Virgen del Carmen.
 

Virgen María, te doy las gracias públicamente por las atenciones que has tenido siempre con migo. Te acuerdas de aquella pequeña imagen tuya que guardo hasta hoy en mi casa, y que mi madre recogió de un montón de escombros después de un bombardeo en Cartagena durante la guerra civil. Desde entonces estás en mi casa en una capillita de madera que te regalaron. Siempre te recuerdo en la habitación donde estudiaba. Me acompañabas en silencio. Yo solía regalarte de vez en cuando una pequeña rosa cogida de un rosal cercano. Te rezaba, y te decía cualquier cosa bonita. Y Tú en silencio me escuchabas.
            Seguro que en la decisión de ser sacerdote tuviste mucho que ver. Cuando me fui al Seminario no me llevé tu imagen, pero allí encontré otra muy bonita que presidía la escalera principal, y que llamábamos, y seguimos llamando, La Señora. Con todos los de mi curso me consagré a ti, y mi nombre está escrito en el corazón de oro que luces en tu pecho. Me gustaba llamarte la Señora, la dueña de la casa, la que vela por la familia y nos da en cada momento lo que necesitamos.
            Recuerdas que cuando nos ordenamos sacerdotes nos despedimos de Ti para marchar a la misión que se nos encomendaba. Pero no te olvidamos. Cada año, el primer sábado de mayo, acudimos a tus pies en el Seminario para saludarte y celebrar tu fiesta.
            En los años que llevo de sacerdote, que ya son cincuenta, siempre he estado unido a tu imagen de cada pueblo en donde la Iglesia me ha destinado. Recuerdo a la Purísima de Yecla, a Santa María Madre del Amor Hermoso de Pamplona, la Asunción de Jumilla, la Fuensanta de Murcia, de nuevo la Virgen del Carmen del Mar Menor, la Virgen del Oro de Abarán, la Virgen del Carmen de Espinardo, Nuestra Sra. del Amor Hermoso del Santuario de la Divina Misericordia en donde ahora estoy, y en Fátima, Lourdes, Medjugorje, y tantos lugares.
      Pero hace unos días me volví a reunir con aquella sencilla imagen histórica que mi madre recogió en un bombardeo, y de la que ya he hablado. Te di las gracias por el reencuentro. Estuviste al principio de mi historia espiritual, y lo sigues estando ahora. Siempre la Madre espera nuestra llegada para darnos un beso. Y esto es lo que he recibido al celebrar mis Bodas de Oro: un beso de ti que eres mi Madre, y Madre de todos, y unas manos que me abrazan y me animan a seguir adelante.

            Gracias Virgen María por tu amor tierno y sobrenatural. Siempre contaré contigo, porque de una Madre nunca se olvida uno si eres un hijo agradecido. Seguimos caminando juntos, con el Ángel de la Guarda, al encuentro diario con el Señor que nos espera en la Eucaristía.  
 
 
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