Jean-Luc Mélenchon, el líder del Front de Gauche, acaba de publicar un pequeño libro que partidarios y detractores describen como panfleto. El arenque de Bismarck, se llama, y es una embestida crítica y brutal contra Alemania y su política. Como sucede con toda exageración, se mezclan multitud de tópicos y demagogias con aciertos, siempre con un lenguaje agresivo, que le ha proporcionado ser un éxito de ventas, a pesar del escaso predicamento político de su autor, que encabeza una formación minoritaria, un 12% de votos en las últimas presidenciales. Pero ya se sabe que hoy, para bien y para mal, la agresividad y el denuesto venden.
La clave está en el envejecimiento galopante de la población a causa de su baja natalidad. Alemania, como Japón, son los precursores de lo que sucederá en la mayor parte de Europa, con la excepción francesa, sea dicho de paso. España, Italia y Polonia son los siguientes en la lista, y de hecho nosotros estamos a pocos años de iniciar la fase álgida, con la jubilación de la generación del baby boom, la que ha hecho posible todo nuestro desarrollo.
Cuando se habla de envejecimiento y de pérdida demográfica solo se toman en cuenta algunos efectos, importantes pero no únicos. Es el caso de las pensiones, del gasto en dependencia y en salud, pero en realidad los efectos son mucho mayores, revolucionarios. Es entrar en un estadio en el que nunca hemos vivido.
Sabemos que, desde el punto de vista económico, las poblaciones como conjunto no se comportan igual en función de la edad. La productividad empieza a decrecer a partir de los 35 años, con excepciones según sectores y experiencia, el learning by doing acumulado. Las funciones de consumo y ahorro se ven alteradas y resulta más fácil que surja una economía de tendencia deflacionaria. La inversión se torna más prudente y es menos propensa a la economía productiva, ya no digamos a los sectores punta, y se aboca más a los grandes fondos financieros, que ofrecen seguridad, no siempre real, pero si aparentemente sólida. Todos estos signos están presentes entre nosotros en mayor o menor medida.
Es, por tanto, una economía desequilibrada la que se plantea, al ralentí, temerosa, y da lugar a un tipo de política que el Gobierno alemán encarna. Es bueno ahorrar, reducir el déficit público, limitar la intervención estatal, pero todo esto no puede convertirse en la única política posible.
La enfermedad de Europa no es sin embargo el creciente número de ancianos, este es un don de nuestra civilización, el mal de Europa es el miedo a que nazcan hijos, el egoísmo de lo inmediato, la desaparición del vínculo más fuerte, el que une a padres e hijos. Si no conseguimos superar esta enfermedad de una civilización narcisista y hedonista que depende cada vez más de los médicos y las residencia asistidas, Europa como la conocemos está acabada, con España a la cabeza.
Lo dramático del caso es que esta cuestión no forma parte de ninguna agenda política, ninguna.