En la lectura del Evangelio de este miércoles 10 de abril, podemos escuchar un interesantísimo diálogo cuando Cristo le dice a Nicodemo:
«En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de Agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.» (Jn 3, 5-8)
Quizás sea interesante preguntarnos si, como católicos, hemos nacido del Espíritu realmente o sólo aparentamos lo que todavía no somos. ¿Nos hemos convertido realmente?
Al ser humano le es muy complicado separarse de su entorno social. Las pautas sociales nos marcan nuestra forma de ser y vivir. En siglos pasados, cuando la sociedad era cristiana por decreto, las apariencias se guardaban con más cuidado para no ser señalado socialmente. Hoy no ocurre así. Más bien pasa lo contrario, evidenciar nuestra fe resulta contraproducente. Si no somos socialmente correctos, se nos margina de muchas formas. Algunas veces de forma sutil, otras de forma muy opresiva.
Nacer de nuevo y hacerlo del Agua y del Espíritu, representa un inmenso problema. Un problema que no tiene solución ideal y óptima. ¿Cómo describe Cristo a quien realmente ha nacido del Agua y del Espíritu? Nos dice: "El espíritu donde quiere sopla, y oyes su voz, más no sabes de dónde viene ni a dónde va: así es todo aquél que es nacido de Espíritu". Quien ha nacido del Espíritu nos resulta complejo de comprender. Es como la brisa, que sopla hacia dónde Dios le indica. No se ajusta a las convenciones y formas humanas. Trasciende y desconcierta. Hace sentir incómodos a los demás.
San Agustín nos dice:
Como si dijere: tú crees que me refiero a la generación carnal, pero me refiero al nacimiento que tiene lugar por medio del Agua y del Espíritu, por medio del cual nace el hombre para el Reino de Dios. Si uno nace ya de las entrañas de su madre carnal, de un modo temporal, para obtener la heredad del padre, nace de las entrañas de la Iglesia para la eterna heredad de Dios Padre. Como el hombre consta de dos sustancias, a saber: de cuerpo y de alma, debe tener dos clases de generación: la del Agua, que es visible, se aplica para la limpieza del cuerpo y la del Espíritu, que es invisible, para la purificación del alma, que es invisible. (San Agustín. In Ioannem, tract. 11)
Agua, que transforma lo externo y aparente, que todos llevamos con nosotros. Nos transforma en hijos de Dios, Espíritu Santo, que limpia lo interior, trascendente y sagrado, que hay en cada uno de nosotros. Nos transforma en templos donde habita el Espíritu Santo (1Co 6, 19). Tal vez todo esto sea algo que hoy en día nos trae sin cuidado. Sobre todo cuando la religión se convierte en emotivismo social.
¿Y no hará Dios justicia a sus escogidos, que claman a El día y noche? ¿Se tardará mucho en responderles? Os digo que pronto les hará justicia. No obstante, cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra? (Lc 18, 7-8).
No perdamos la esperanza. La esperanza es la lámpara encendida que nos permite esperar a Cristo sin distraernos con entretenidos juegos del mundo. Cuando Cristo llegue, quien tenga aceite suficiente, será invitado al Banquete. ¿Y los demás? Leamos lo que nos dice el Evangelio. Dios nos ayude a tener aceite suficiente.