Cuando era pequeño me distraía con facilidad y no escuchaba a los demás porque casi siempre andaba perdido en mis pensamientos. Mi familia y amigos aún se burlan de mí por esto de vivir en las nubes… y es que al parecer no he cambiado mucho.

Pero a medida que fui creciendo me di cuenta que una cosa es oír y aprender, pero otra muy distinta es el escuchar y cambiar. Podemos oír muchas cosas, pero escuchar realmente es algo profundo que involucra nuestro ser interno; significa acoger al otro, asimilar lo que nos comunica, recibirlo con humildad.  Al respecto de esto, recuerdo ahora que el primer mandamiento del pueblo elegido inicia diciendo: “Escucha, Israel” (Dt 6, 4).
 
Escuchar entonces, involucra para el creyente… dejarse sorprender, abrirse a la novedad, maravillarse… ¡ser como niños según nos enseña Jesús! Pensemos en cómo ellos escuchan; cuando les cuentas una historia: te miran muy atentos, con los ojos abiertos, casi como en contemplación; se dejan sorprender y luego te hacen mil preguntas. Esto es también escuchar.
 
Sin embargo, para poder estar a la escucha de Dios, es preciso hacer silencio y, no solo un silencio exterior, sino también uno interior, lo cual no es nada fácil de lograr. Precisamente porque debemos evitar prestar atención a esa voz que nos habla continuamente a través de nuestros pensamientos, desde nuestras verdades del mundo y arquetipos Para ir hacia el encuentro donde escucharemos a Dios, debemos renunciar a nuestro yo y aceptar nuestros límites; pues escuchar es amar; amar al otro y compartir todo de sí con otro, en quien veremos a Cristo.
 
Se trata de hacer de nuestras vidas un reflejo de aquél diálogo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que en la fe nos lo ha revelado el Hijo, Palabra que se ha hecho carne para darle al hombre la posibilidad de entrar en ese diálogo de amor de la Trinidad, introduciéndolo en la eternidad de Dios.
 
Nosotros, como la Virgen María, estamos llamados a escuchar y acoger la Palabra que se hace carne para poder así experimentar el ser de Cristo en nosotros y entrar en aquel diálogo con Dios que es la única Verdad que llena nuestro ser.
 
Esto lo podemos vivir durante la Misa, conscientes de las muchas dificultades que podemos tener al escuchar la Palabra de Dios, pero deseosos de poder acoger al Verbo que se hace carne para poder así verdaderamente descansar en su presencia.
 
 
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