Es lunes por la tarde y José Namuncurá (57) se alegra de que la base del cemento que preparó se haya fortalecido en tan pocos días. Es constructor y junto a un novato ayudante están trabajando para habilitar la terraza de una casa, que pronto se convertirá en una consulta médica. Avanza veloz, pero con precisión, reluciendo su experiencia y no dejando espacio para la fatiga. Sin embargo, para obrar con dedicación en aquella faena, tuvo que aprender a cimentar su corazón y a reconocerse como hijo de Dios. Naufragó por más de veinte años en los mares del alcoholismo, desatando consecuencias fatales para él y su familia.
“Antes era aficionado a los amigos y al trago”, lanza José al ruedo del diálogo, y sus ojos castaños claros se emocionan con facilidad. “Yo nací en el campo, entonces mi abuelo, según él para que me hiciera más hombre, a los 7 años me dio a probar agua ardiente y desde ese momento me empezó a gustar”.
Un duro y errático camino
Tuvo que dejar inconcluso sus estudios en su natal Valdivia, para tomar las herramientas del arado y colaborar con la economía de la casa. “No sabía leer ni escribir cuando empecé a trabajar a los 11 años para ayudar a mis siete hermanos. Entonces mi padre no daba abasto para pagarles a todos y yo, como era el hombre mayor, tuve que asumir las cosas para que mis hermanos pudieran estudiar”.
Transitó su juventud bebiendo y gozando en las juergas con los amigos. Ni el inicio de su vida matrimonial pudo aplacar su adicción. “Hubo una vez en que le levanté la mano a mi esposa, pero procuré nunca más volver a hacerlo. Vivimos el proceso más amargo, cuando me perdí el crecimiento de mis 3 hijos mayores”.
Pero no sólo eso perdió por el alcohol Namuncurá. Sola con los hijos, angustiada por las limitaciones de la pobreza y arrastrando el pesar de un marido alcohólico, su esposa padeció un aborto espontáneo…. “Nunca estuve cuando ella me necesitó. Un día yo estaba como siempre, donde los amigos, bebiendo, una tarde de sábado, y ella, con tres meses de embarazo, estando sola tomaba cosas pesadas, hacía fuerzas y perdió a nuestro hijo. Mi señora lo enfrentó mal, estaba superada y quería suicidarse, pero no lo hizo porque pensó en sus tres niños por quienes debía luchar”.
La advertencia de su hija y un retiro de conversión
Resignado por la vida, el abominable calvario del alcoholismo lo tenía inmerso en una rutina de vida que lo extravió de la realidad. Sin embargo, esta rutina ya tenía sus días contados. “Entre los tragos más fuertes que probaba estaba el pisco. De hecho llegué a tener una úlcera vomitando sangre. Luego mi hija mayor me hizo entender que era vergonzoso que yo tomara, porque ella había iniciado un noviazgo y no quería presentarme en esas condiciones a su novio”.
En 1994, José y su esposa son invitados por uno de sus amigos a vivir una experiencia con Cristo, llamada Retiros de Conversión. Su analfabetismo le impidió leer los textos bíblicos, pero quedó prendado con los testimonios de otras personas. “Recuerdo que fue en una playa llamada Algarrobo, cuando la gente compartió parte de su vida, me reflejó y me motivó a dejar el alcoholismo. El testimonio que más me marcó era un hombre que tenía casi los mismos síntomas míos, porque no podíamos vivir si no tomábamos un trago. Me sentí reflejado en ellos, me explicaron y por gracia de Dios pude ver, sí, comprendí lo que estaba perdiéndome y eso fue lo que me llevó a cambiar, a entender de que uno es más feliz sin alcohol en su sangre”.
“Cometí errores y gracias al perdón a través de la confesión, sentí la presencia de Dios. Mi vida antes era un caos”, dice acongojado José, quien junto a su esposa Josefina, iniciaron un camino en la Iglesia que ha sanado las heridas del corazón. “Todo fue un milagro porque yo ya iba derechito para el cajón (muerte). Le di las gracias a Dios y ahora trabajo para Él. Fuimos catequistas con mi señora en la parroquia El Señor de Renca, en Santiago de Chile y en la actualidad soy ministro de la comunión. Eso lo hago por agradecimiento, porque Él pudo cambiar mi vida”.
Acompaña a quienes acuden al movimiento y entrega su testimonio dentro de los ejercicios espirituales, para que otras personas puedan “perseverar” tal como lo hizo él. Precisa que su mejor médico fue Cristo y solamente cuando pidió perdón ante Dios, pudo levantar la vista, se reconoció hijo y como un niño, aprendió a leer y a escribir, gracias a sus hermanos de comunidad. “Las primeras palabras que aprendí a leer fueron los Evangelios en la Biblia. Para mí, la Biblia es como una biblioteca que me enseñó a vivir de nuevo”.