El aliento del padre Atilano Aláiz que permanece tras su muerte: "¡Seamos una respuesta convincente al desafío de las sectas!"

11 de marzo de 2022

"Los que tienen la desgracia de ser atrapados por las sectas destructivas lo pasan peor que los drogodependientes. ¡Que se lo pregunten a algunos ex adeptos o a los padres de adeptos!", advertía este valiente misionero claretiano.

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El pasado 2 de marzo falleció en León (España) el padre Atilano Aláiz Prieto, misionero claretiano (de la congregación de Hijos del Corazón de María), a los 89 años de edad, 64 de sacerdocio y 71 de vida consagrada. Estuvo 12 años en Uruguay, pasando después a tener distintas encomiendas parroquiales en su país natal.

 

Pero fundamentalmente es conocido por sus casi 60 libros, que abarcan temas como la familia, la juventud, la vida religiosa, el sacerdocio, la animación comunitaria, la Biblia… y las sectas. En los años 90 del siglo XX fue una de las figuras fundamentales en el mundo hispanohablante en torno al fenómeno sectario. Y lo hizo siempre con una perspectiva cristiana y pastoral que, más de dos décadas después, sigue siendo actual y evocadora.

 

Si la sociedad y la Iglesia no reaccionan…

 

En la introducción a su primer libro, Las sectas y los cristianos, publicado en 1990, el padre Atilano confesaba cómo, antes de profundizar en el tema, “pensaba que esto de las sectas era algo tan inocente y natural… que eran distintos grupos folclóricos del fenómeno religioso… Pero no es así”. Y añadía, consciente de la gravedad del asunto: “si la sociedad y la Iglesia no reaccionan (si no reaccionamos) nos aguardan grandes y desagradables sorpresas”.

 

Y es que el fenómeno sectario –insistía el misionero claretiano español– es una constante interpelación a la Iglesia y a su jerarquía: “¿Por qué muchos de los sectarios, como pródigos, se fueron del hogar? ¿Es inhóspito y frío (o sea, que de ‘hogar’, nada)? ¿Eran miembros abandonados de la familia? ¿Qué van buscando en las sectas que no encuentran en nuestras parroquias o centros cristianos?”.

 

Por eso insistía, dirigiéndose a los católicos (tanto pastores como el resto de fieles): “¡Seamos una respuesta convincente al desafío de las sectas! No podemos limitarnos a ser plañideras, sino que es preciso ser una alternativa incomparable”. O, con otras palabras: “los que formamos las comunidades cristianas debemos constituir el contraste que desacredite con su vida la existencia de los grupos sectarios”.

 

La falsedad y el daño de las sectas

 

 

Después de muchos años de investigación y, sobre todo, desde su ministerio parroquial que incluyó la ayuda y orientación a familias afectadas por este problema, Atilano Aláiz decía tajante que “las sectas dan respuestas falsas a necesidades verdaderas. Porque ofrecen ‘respuestas’ que buscan los hombres, por eso tienen esa gran fuerza de seducción”. Ante esta situación, el reto para los cristianos es claro: “dar respuestas verdaderas a necesidades básicas verdaderas”.

 

El religioso también advertía sobre la pretendida inmunidad que creen tener muchos: sea la persona creyente o no, “a cuatro pasos de donde está, puede tener tendido un cepo”. Para ello, recordaba que en estos grupos “han caído hombres muy cultos y científicos”. Una de las razones estriba en que “las sectas juegan con ventaja al disponer de las técnicas más modernas de persuasión y de manipulación mental”. Por eso recalcaba: “cualquiera de nosotros es seducible”.

 

Con una hipérbole no exenta de realismo, el padre Atilano explicaba que “los ‘adeptos’ se convierten en ‘adictos’ (a la secta); esto es: en heroinómanos del espíritu. Los que tienen la desgracia de ser atrapados por las sectas destructivas lo pasan peor que los drogodependientes. ¡Que se lo pregunten a algunos ex adeptos o a los padres de adeptos!”.

 

Una ayuda eclesial imprescindible

 

 

Unos años después Atilano Aláiz publicó su segundo gran libro: La seducción de las sectas (1997). En sus primeras páginas el autor contaba que “muchos lectores –padres y madres de familia, docentes y sacerdotes– me han remitido cartas llenas de gratitud” porque su primera obra “fue para ellos una mano tendida cuando estaban a punto de deslizarse hacia el abismo de alguna secta”. Y, por ello, manifestaba sentir la “profunda alegría de quien ha abierto los ojos a personas a las que estaban embaucando”. Además, el religioso hacía una confesión: “Es quizás el servicio más doloroso y, al mismo tiempo, más gratificante que he realizado en mi vida, porque es cuando más útil me he sentido. Por eso me veo gravemente urgido a seguir realizándolo”.

 

El padre Aláiz aprovechaba la ocasión para referirse a la candidez que reina entre los especialistas: “Los teóricos hablan muy benévolamente desde la definición etimológica, desde la historia de la palabra [‘secta’], pero no desde la realidad corrupta del presente”. Y añadía, para explicarlo: “Para saber de verdad lo que son las sectas hay que escuchar a los estafados por ellas, a sus familiares, a los miembros de asociaciones antisecta, a la policía, a los jueces”.

 

Convencido de que los grupos sectarios “realizan un proceso de intoxicación de las personas para expoliarlas y para que se vuelvan expoliadoras” y de que “intentan destruir a la persona”, aseguraba comprender que los ex adeptos “sufran una constante fiebre antisectaria. Se han sentido psicológicamente violados, ultrajados con total brutalidad”.

 

Daños personales… y sociales

 

 

Este misionero claretiano recordaba, en consonancia con los documentos de la Iglesia y de organismos civiles dedicados a este fenómeno, que “las sectas no son sólo una amenaza a las personas, sino también a la sociedad”, y señalaba explícitamente la “onda expansiva” que alcanza de forma directa a sus familias.

 

Pero precisamente a nivel social no hay una percepción de esta peligrosidad. Aunque el padre Atilano Aláiz escribía hace un cuarto de siglo, podemos recoger sus palabras con una –por desgracia– gran actualidad. “No hay, ni mucho menos, suficiente prevención y vigilancia ante la invasión de las sectas”.

 

Entre otros actores importantes, apuntaba a los medios informativos: “los debates y las mesas redondas de radio y televisión son desordenados, con opiniones contradictorias que desorientan a oyentes y televidentes. Los medios de comunicación social son sensacionalistas. Ofrecen una información de consumo para la venta”. Por ello, continuaba diciendo que tal información “sólo forma parte de la página de sucesos, lo cual hace que los lectores piensen que se trata de fenómenos indignantes, pero excepcionales, que no nos quitan el sueño en absoluto”.

 

El papel peculiar de la Iglesia

 

 

“Las sectas son una indudable mafia religiosa que, uno por uno, aplasta a todos”, sentenciaba de forma tajante este religioso español. Un problema social que, por sus especiales características, supone un desafío directo para las familias: “los padres han de alertar a sus hijos sobre el peligro sectario”, decía, convencido de que en este ámbito “más vale prevenir que curar”. Empezando por algo básico: “que la familia sea un hogar tan confortable que ninguno de sus miembros sienta la necesidad de emigrar buscando una vida mejor”.

 

Pero también, y sobre todo, el padre Atilano apuntaba al papel fundamental de la comunidad cristiana en la prevención del fenómeno sectario: “la Iglesia ha de salir a los caminos, al encuentro del hombre”, como ya indicaba el papa Pablo VI en la encíclica Ecclesiam suam. Para ello, la Iglesia debe presentar a Jesucristo como la plenitud de la humanidad, sin desvirtuar su persona y su mensaje: “¡Nada de abaratamiento en la oferta evangélica! Es un error psicológico-pastoral”.

 

La Iglesia ha de darse cuenta de que “no se trata de emitir mensajes abstractos fascinantes, sino de ofrecer realidades concretas: comunidades vivas, acogedoras, fraternales, abiertas y sanas, que sean modelos de referencia”. Y, desde su experiencia en la pastoral familiar parroquial, este misionero claretiano se refería a la promoción de grupos matrimoniales y otras iniciativas formativas e informativas, desde el convencimiento de que muchos adeptos sectarios “son personas no formadas religiosamente, practicantes incluso, que vivían una religiosidad puramente dominguera”.

 

Redimir a los cautivos

 

 

Atilano Aláiz hablaba en sus obras de una responsabilidad colectiva. Por ejemplo, en su obra de 1997 escribía: “Tengan o no tengan las familias ‘enganchado’ a alguno de sus miembros en alguna secta destructiva, todos tenemos el reto de liberar a los numerosos prisioneros y torturados espirituales, aunque no sean familiares, y todos tenemos el grave compromiso de avisar del peligro a los incautos”.

 

Recordando la fundación, en la Edad Media, de órdenes religiosas como los Mercedarios o los Trinitarios con el objetivo de la redención de los cautivos –en aquel entonces en manos de los sarracenos–, este autor hacía una comparación con la época actual, con los adeptos: “los prisioneros o secuestrados de hoy son psicológicos, pero no son menos prisioneros ni menos atormentados y, en todo caso, su suerte es peor porque se les destruye por dentro, convirtiéndoles en meros robots”. De ahí que la Iglesia necesite “colectivos, religiosos y seglares que se comprometan en la redención de estos nuevos cautivos”. Como la RIES, de la que él formó parte desde sus inicios.

 

Porque el padre Atilano lo tenía claro. En su libro de 1990 lo resumía así: “Éste es el reto que tenemos los que ‘somos la Iglesia’: que los que están se sientan a gusto y que los que se fueron vuelvan porque les ofrecemos un hogar y una familia reconciliados, acogedores, fraternales”. Y concluía, con el mismo ardor misionero de su fundador, San Antonio María Claret: “A mí este desafío me resulta apasionante”.

 

 

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